Anochece en Victoria Roead (tercera parte)

Carlota frenó en seco mientras su amigo avanzaba hacia la caja. Sin pensarlo mucho, lo agarró de la camiseta, pero en lugar de frenarlo, esto solo hizo trastabillar; perdió el equilibrio, y en el camino derribó una torre de latas de galletas danesas, que cayeron al suelo con un estruendo horrible. Owen se desplomó sobre ellas, ya dispersas sobre el suelo del supermercado. Carlota se apuró a ayudarlo. Entonces el extraño de las escaleras se acercó a ellos.

— ¡Es él! — gritó ella, fuera de sí.

Nadie pareció escucharla.

Owen logró incorporarse y se quedó mirando al recién llegado, que se le iba acercando con cara de preocupación.

— ¿Estás bien? — preguntó.

Owen asintió, y le sonrió con esfuerzo. Le dolía todo el cuerpo, y trataba de asimilar lo que ella le estaba insinuando.

Carlota pagó mientras ellos se saludaban, y Owen aseguró que se encontraba bien. El desconocido, sospechoso de homicidio, se despidió de ellos con una sonrisa afable y se marchó tranquilo.

Ellos dos esperaron unos minutos, con la excusa de hacer otra compra de última hora. En realidad lo dejaron todo atrás, diciendo que no llevaban dinero. Carlota estaba frenética, y no acertaba a darle a Owen una instrucción precisa para lo que quería hacer.

— Escucha, vamos a seguir con mi plan — insistió Owen.

— No, ahora ya no podemos — respondió Carlota — . Te ha visto y sabe que lo sabes. Sabe que sabes lo mismo que yo. Somos testigos, sabemos demasiado y podría estar llamando a alguien ahora mismo.

— Escucha, pequeña — replicó Owen, apartándola hacia un rincón al salir del supermercado — . Tienes que calmarte. No sabe nada, porque creo que no tiene nada que ver con esto. Volvamos a casa y preguntemos a los demás si ya saben quién es la víctima.

— No me entiendes… ¡Ya es tarde para volver, tenemos que pensar otra cosa! Tal vez cuando lleguemos a nuestra habitación nos esté esperando un amigo suyo. Vamos a pensar qué hacer mientras lo tenemos al alcance. Mira, se está alejando por ese camino. No vuelve al bloque, eso solo puede querer decir una cosa: es culpable.

Del rostro de Owen ya se había esfumado todo rastro de paciencia.

— ¡Estás paranoica! Estás loca y paranoica. Y si no quieres llamar a la policía, mi trabajo se termina aquí. Te espero en mi habitación.

Carlota soltó un bufido y se cruzó de brazos, mientras él se alejaba. En aquel momento estaba más enfadada que asustada. Sin embargo, no quería volver. Sentía que en cierto modo tenía el control. Todavía no lo había perdido de vista, todavía podía seguirlo. Esperó unos minutos por si Owen volvía. Unos segundo más y no oía ningún ruido, salvo los gruñidos lejanos de algún zorro buscando comida. Entonces lo vio: en un claro entre la maleza, fumando, tal vez planeando una estrategia. Estaba muy cerca del canal que circundaba el complejo.

Cruzó la calzada hacia él, pero se dirigió hacia un punto distante, para no ser descubierta; conocía un camino que las parejas morbosas solían frecuentar. Un solo pensamiento se abría paso en su cabeza, mientras la luz diurna iba desapareciendo: el desconocido seguía estando borracho, y además no se esperaría que ella lo siguiese; contaba con el factor sorpresa. Se detuvo un momento para asegurarse de que no estaba a su alcance, y oteó los arbustos. Seguía ahí, inmóvil, a veces se reía solo. Por el olor, confirmó que no fumaba solo tabaco. Se frotó las piernas, para aliviar el picor de los arañazos que le producían las plantas, y aguardó un poco, mientras el corazón amenazaba con explotar de un momento a otro. No tenía un plan; solo quería tenerlo allí, a su merced, con la guardia baja. Por un momento rogó al Cielo averiguar algo que la sacase de dudas; algo que lo declarase inocente. Por si no era así, buscó en torno a ella algo con que defenderse; a un metro de donde estaba, escondido entre los arbustos y la suciedad, halló un cristal roto, probablemente de una botella. Lo tomó con cuidado, comprobó que era grande y afilado, y trató de respirar con normalidad; la ansiedad empezaba a ahogarla.

Aguzó el oído y oyó otra corriente por encima del canal; miró por entre las ramas y vio que se había puesto a orinar hacia el agua. Esperó un poco y comenzó a dudar; quizá no era tan buena idea estar allí. Quizá Owen tenía razón. Un ciclista pasó a gran velocidad por la orilla de enfrente. No la vio, o eso creyó ella. No tenía sentido seguir allí.

De pronto, cuando ya se había dado media vuelta, oyó un gemido y un chapoteo exagerado. Cuando se acercó, solo pudo ver el agua revuelta y el motivo de que se hubiera asomado demasiado: una gran larga con banderas de colores que sobresalía unos metros, probablemente abandonada por un grupo de amigos que celebraban una fiesta. Aún se podía admirar el extremo que seguía enganchado en un árbol. La cuerda era, al mismo tiempo, el motivo de que no pudiese nadar: se había enredado en ella al caer al canal. El chico no paraba de retorcerse, pero no lograba salir. Carlota lo observó mientras él pedía auxilio, pero ya casi no le llegaba el aire. Todavía tiraba de la ristra de banderitas, tensándola y doblando un poco aquella rama, y también producía grandes burbujas que destacaban en la superficie del agua, cada vez más oscura. En un momento dado, cuando ya se había convencido de que no la había visto, el gorgoteo cesó y la cuerda se relajó un poco. Hubo un silencio cortante y luego volvieron los sonidos que enmarcaban la normalidad de la zona: los insectos, la corriente, el murmullo del viento.

Quizá era hora de marcharse, pensó ella. Volvió al bloque y se metió en la cama.

Carter salió la noche del sábado con una sola cosa en mente: olvidar a su exnovia. Llamó a su amigo Paul, a quien conocía solo desde hacía un par de meses, pero que ya lo había visto deprimirse por la ruptura con Abbey, y juntos se fueron a quemar la noche en los tres pubs que estaban cerca del piso que compartían, cerca de East Acton. Lo que Carter no se esperaba era que Paul le tuviera preparada una cita a ciegas. Cuando su amigo se lo contó, se alegró mucho, pero lo malo era que había que ir a buscar a la chica (una amiga de Paul, con la que él también se había enrollado, aunque nunca se lo dijo) a un enorme edificio de apartamentos, en medio de la nada. Solo eran un par de paradas en metro y un buen trecho andando, pero Carter estaba muy borracho y le daba pereza. Paul insistió, y fueron los dos a buscarla; como poco, conocería a una chica guapa.

Lo malo fue que, cuando llegaron, cerca de las dos de la mañana, Eve ya estaba aburrida de esperar y quería irse a la cama. Paul le mandó un mensaje parar insistir y ella accedió; en el momento en que llegó al exterior y saludó a Carter, éste reaccionó vomitando profusamente sobre el suelo, el banco y el vestido de la chica. Eve se dio media vuelta y Paul se pasó los siguientes diez minutos riendo hasta llorar. Carter fue al lavabo, se despejó un poco, y comprobó que su ropa seguía limpia. Paul lo miró de arriba abajo, y se comprometió a rematar bien la noche. Tardaron muy poco en encontrar una fiesta en el hall del edificio, y después hubo fiestas en las terrazas, en el ático y en alguna habitación. Más alcohol, más chicas, más desfase. Luego, fundido a negro.

Se despertó en el regazo de su amigo, que seguía durmiendo. Después volvió a despertarse, y le sorprendió estar en la escalera de incendios. Posteriormente, Paul le contó que habían tenido que esconderse allí cuando se armó una pelea en la habitación donde estaban, en la octava planta.

Según le dijo, ellos dos y una chica se estaban metiendo coca en el baño, sobre las ocho, cuando apareció el inquilino de la suite, a quien nadie conocía, y empezó a gritarles por armar lío en su habitación. Ya se iban a marchar, pero entonces el recién llegado sacó un cuchillo del cajón de la cocina y se abalanzó sobre los que estaban consumiendo sobre la cama. Los tres aprovecharon para escabullirse, y la chica huyó para encerrarse en su cuarto. Paul recordó algo que le había dicho su amiga: no había cámaras en el cajón de las escaleras. Condujo a su amigo hacia allí, bajaron algunas plantas, y solo salió para comprar algo en una máquina de vending de la lavandería.

Cuando sintió que ya estaban a salvo, y los dos estaban despejados, salieron de allí, y fueron a tomar café en un Costa, a un par de manzanas, por si el loco seguía cerca. Se despidieron, Carter volvió a su casa, y Paul se dirigió de nuevo al bloque para hablar con su amiga y pedirle disculpas. Paul tenía miedo de que volviera a beber, porque Carter llevaba también una mala racha, pero estaba demasiado cansado.

Paul iba a trabajar en ese momento. Se estaba arrepintiendo de haberlo dejado solo. Carter no cogía el teléfono ni respondía a los mensajes desde la noche anterior. Lo que más le escamaba era que Eve lo llamó justo cuando tenía que entrar en el metro, y él no pudo contestar. Tal vez quería decirle algo.

Se recostó en el asiento, y levantó la vista. Frente a él, una chica delgada y vestida de modo impecable estaba sollozando. Se cubría la cara, pero él se daba cuenta. Por un momento, ella abrió las manos, se fijó en él, y volvió a llorar. Finalmente, se levantó y bajó en una estación. Él siguió hasta su parada.

Reseña: «El guardián invisible», de Dolores Redondo

9788423350995

Empiezo de nuevo a publicar reseñas de los mejores libros que voy leyendo, y este es uno de los mas apasionantes que he leído en mucho tiempo.

La primera entrega de la trilogía del Baztán combina a la perfección el suspense, el relato femenino de emociones encontradas, y un costumbrismo muy especial, lleno de magia y tradición. Las tres cosas se entrelazan en una novela que nos traslada a lo más profundo de los bosques navarros. Las descripciones son profusas y sensoriales, sin resultar pesadas; en pocos minutos podemos ver la tupida vegetación, oler el petricor y sentir la humedad a nuestro alrededor, mientras la inspectora Amaia Salazar trata de resolver los crímenes del Basajaun, el asesino que tiene en vilo a la policía foral.

Se trata de una serie de asesinatos donde las víctimas, todas mujeres jóvenes, aparecen rodeadas de una simbología que mezcla la misoginia y la tradición. Por este motivo, y debido a su excepcional currículum y sus estudios sobre asesinos en serie en colaboración con el FBI, Salazar es trasladada a Elizondo, su pueblo natal, para liderar la investigación. Durante el transcurso de la historia, Amaia combinará sus dotes de investigadora, su capacidad para elaborar perfiles criminales, y su instinto agudo y entrenado.

Precisamente el instinto es uno de los leit motiv de esta novela, la capacidad innata de sentir más allá de las palabras y los indicios; cómo la usamos, qué pasa cuando falla, y qué podemos hacer cuando la perdemos. Amaia trabaja incansablemente, colaborando con sus compañeros, para desenmascarar al asesino, al tiempo que lucha contra sus propios fantasmas, y siente que ella misma se pone obstáculos a la hora de encajar las piezas. La ayuda de su familia y su compañero Jonan Etxaide, además de un contacto de Quantico; porque esta no es una historia de una mujer sola contra el mundo, sino también de colaboración, apoyo mutuo y sororidad entre mujeres.

Otro de los elementos recurrentes que actúan como causa de conflicto, y a la vez argamasa para dar consistencia a la parte más humana de la historia, es la tradición, una niebla oscura que envuelve a los habitantes de Elizondo y que nubla la vista de la inspectora Salazar, a pesar de que ella necesita recurrir a mitos y supersticiones para avanzar y resolver el caso. Se debatirá entre el escepticismo propio de la investigadora racional, que se basa en pruebas, y la influencia de los ritos y creencias ancestrales, de las que ella es partícipe en cierta medida.

Quizá la parte más emocional, que no sensiblera, de la narración viene dada por el conflicto interno y externo de Amaia, centrado en su familia, Los rencores y la tiranía de algunas mujeres de su casa en Elizondo harán más denso el aire en los días en los que Amaia permanece allí para trabajar, y a la vez también contribuyen a aumentar la tensión de la historia, que mantiene al lector en vilo constantemente. Es una narración netamente femenina, con un equilibrio exquisito entre la realidad, los hechos fríos y terribles, las emociones y las sensaciones que a veces quedan en un limbo; no sabemos si todo lo que ocurre tiene un significado, o tal vez solo sea un reflejo charco, en medio del bosque cerrado.

En definitiva, os recomiendo esta novela, que fue adaptada en una película que se estrenó el año pasado, tanto si os gusta la novela negra pura y dura, que la hay, como si os interesan las narraciones más humanas y profundas; insisto, en este caso las dos cosas están muy bien mezcladas. Cuatro estrellas sobre cinco por mi parte, porque las cinco se las doy a muy pocos.

Para terminar, y para re-inaugurar bien esta sección de reseñas: ¿Qué libros os han apasionado últimamente? ¿Me recomendáis alguno, ahora que ya me conocéis un poco?

 

Lily tiene un secreto en el desván EL DESENLACE (Capítulo 12 – segunda parte)

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Leire enseñó su placa en recepción, se presentó y pidió que desalojasen en silencio el hall y la primera planta; tenía que impedir poner en peligro a la gente que estuviese deambulando en ese momento. Subió por las escaleras con cautela, los escalones cubiertos de moqueta amortiguaban sus pisadas. La alarmó el silencio total de los pasillos. Recordó que esa mañana tampoco había oído ni visto a nadie entrando o saliendo, ni siquiera las limpiadoras. Al llegar al primer piso, Leire se quitó la parka y la dejó sobre un sillón, en un espacio para reuniones junto a la galería. Siguió subiendo, despacio y alerta. Se remangó la camisa, sacó el arma y la cargó. Sigilosa como un gato, se acercó a la habitación con el cuerpo pegado a la pared donde estaban las puertas; desde allí tenía una perspectiva privilegiada del pasillo, breve y luminoso. Se detuvo un instante para aguzar el oído, y comprobó de nuevo que estaba todo en silencio, inerte. ‘Este es capaz de haber reservado todas las habitaciones de esta planta para acorralarla’, pensó.

Se situó frente a la puerta de la habitación de Lily. En ese momento oyó un grito desgarrador, pero tuvo la sangre fría de aguardar hasta sentirse preparada. Sintió la presencia de alguien al otro lado. Respiró hondo, se giró y disparó a la cerradura. El impacto del proyectil salido de la Glock produjo un ruido ensordecedor, y dejó a Leire un poco desorientada. Dio una patada a la puerta y entró, apuntando al frente.

Su corazón se encogió al instante. La cama y el suelo estaban regadas de sangre. Liliana estaba tendida sobre la cama, con las venas abiertas a lo largo, sangrando a borbotones, y su piel era ahora del mismo tono de blanco de los azulejos bajo la ventana. La habían golpeado y tenía unas correas de cuero ceñidas sobre los codos, para aumentar la presión. Parecía dormida. Sus venas y arterias expulsaban el líquido escarlata al ritmo de sus pulsaciones, ya débiles.

Leire no se movió, y le habló a Alejo, porque sabía que estaba tras ella, acechando.

Fue así como murió Poppie, ¿verdad?

Sí, eres muy lista —contestó Alejo, blandiendo un machete—. Las dos sois muy listas. Por eso habéis llegado hasta aquí. Pero también sois un poco lentas.

Leire se dio la vuelta y disparó contra él; la bala impactó en su hombro, y él se encogió, pero aún así logró propinarle un buen corte en la cara. Leire le quitó el machete, y corrió a auxiliar a Lily, que agonizaba; le comprobó el pulso y notó que tenía una fuerte taquicardia. Le cortó las correas que la tenían inmovilizada. Bajo la cama, Amparo aguardaba el momento de salir. La inspectora no sabía cómo parar la hemorragia, los cortes eran irregulares y algunos estaban desgarrados. Acertó a rasgar las sábanas usando sus dientes y envolver sus brazos con firmeza. Liliana se despertó y gritó,retorciéndose de dolor. Consiguió sujetar el brazo izquierdo con la mano derecha, pero el brazo derecho estaba inutilizado por los cortes; le habían dañado los tendones.

Déjalo, ya da igual… — musitó Lily, agotada.

Calla, tienes que reservar fuerzas.

Amparo subió a la cama sin hacer ruido, cogió el machete, y asestó a Leire un golpe brutal en la cabeza con el mango.

Tienes que aprender a dejar estar las cosas, inspectorcita de mierda —gruñó Alejo, quitándole la pistola —. A veces se pierde, y conmigo perdéis siempre.

Lo siento… —murmuró Liliana, exánime— No creí que pudiese llegar a esto.

Porque eres muy ingenua, querida —dijo Amparo, atando las manos a Leire, y dejándola tumbada al lado de Liliana.

Vamos a terminar con esto ya —dijo Alejo—. Pásame el machete.

No puedes usar el brazo izquierdo, idiota. Lo haré yo.

Puedo hacerlo mejor con una mano que tú con las dos. Dámelo.

Amparo titubeó, con el arma en la mano. Alejo se guardó la pistola en los pantalones.

Trae aquí, joder, que el otro poli va a venir en seguida —dijo Alejo, arrancándoselo de las manos.

El golpe había dejado a Leire dolorida y confusa, pero sabía lo que le esperaba, y era capaz de pensar en sus seres queridos. En su madre, en una cama de hospital; en su hermano; en su hermana, donde quiera que estuviese. En Salvador, que no iba a llegar a tiempo. Amparo la sujetaba por los hombros con fuerza. Liliana ya no se movía.

Me juré que me lo pagaríais, cada una lo suyo, y lo vais a hacer a la vez. Esta ya está finiquitada, y a ti te voy a rebanar la puta cabeza.

Alejo se situó frente a Leire. Ella vio las marcas que los arañazos de Tamara había dejado en sus musculosos brazos.

¿Qué te hizo Liliana? —preguntó Leire, a modo de última voluntad.

Robarme —dijo Alejo, mientras apartaba el pelo del cuello de Leire—. Robarme chicas, amigos, contactos… Y ahora me iba a robar mi carrera, largando lo que no debía.

En ese momento alguien golpeó la puerta con fuerza, y Alejo se sobresaltó.

¡Eh! —gritó Miguel, acercándose a zancadas— Se acabó, hijo de perra, te voy a matar.

Se abalanzó sobre Alejo, y empezó a pegarle salvajemente. El machete cayó al suelo con un golpe seco. Miguel no tenía más armas que sus nudillos, y golpeaba sin cesar la cara y los brazos de Alejo. No era tan fuerte como él, pero estaba lleno de ira y sabía que solo tenía una oportunidad de salvar a Liliana. Alejo se defendía con fiereza, y Miguel le metió los dedos en su herida de bala. Pronto los dos estaban cubiertos de sangre y sudor.

Leire aprovechó la confusión para zafarse de Amparo, encogiéndose y rodando hasta caer al suelo. Consiguió encontrar un lugar a salvo, de espaldas a la pared, y pateó a Amparo en la cara, dejándola fuera de combate. Volvió a acercarse a Liliana, pero con las manos atadas le era imposible ayudarla. Había sangre suya por todas partes, y el olor a hierro empezaba a marearla. Se sentía impotente y llena de angustia frente a Lily, sin poder hacer nada. Miguel se volvió hacia la cama y trató de ayudarlas, pero Alejo sacó el arma y apuntó a Miguel en la cabeza.

Buen intento, capullo —masculló, con la cara ensangrentada—. Ahora vais a ser tres en vez de dos.

Suelta la pistola o pinto la pared contigo —dijo Salvador.

El detective acababa de entrar junto con los refuerzos.

¿No vas a leerme mis derechos? —contestó Alejo.

Me lo estoy pensando —respondió Salvador, fuera de sí.

Amparo levantó las manos en señal de rendición. Alejo siguió apuntando a Miguel, obcecado.

Por favor, déjame despedirme, se está muriendo —balbuceó Miguel, mientras sollozaba.

No, ya no. Sabéis demasiado.

Alejandro, hay al menos cinco agentes de la Policía aquí y están llegando más —dijo Leire, jadeando, pero con voz firme—. Ya tienes un cadáver, y puede que dos, sobre los hombros. No lo empeores.

Alejo musitó algo para sí mismo y apretó el gatillo. Erró el tiro y dio en la pared, y casi de inmediato Salvador le disparó en la cabeza; la bala atravesó a Alejo e hizo añicos el cristal de la ventana. Se hizo el silencio, y Leire contuvo una fuerte arcada, producto del asco y la ansiedad.

Tres miembros del SUMMA entraron y trataron de asistir a Liliana. La cama donde yacía era una escena dantesca, la colcha color marfil con ribetes en negro era ahora de color rojo brillante, y Liliana parecía pequeña y rota en medio de ella, hecha un ovillo. Había sangre suya en la ropa de Leire, pero ésta no se daba cuenta, debido al shock.

Tú… —musitó Leire, confusa, mirando a Miguel, mientras Salvador la desataba—. Tú eres el cantante.

Miguel asintió, mientras acariciaba el pelo de Liliana, inconsciente.

Sí, soy yo —contestó él, y se volvió hacia ella, con los ojos llorosos—. No nos han presentado, pero me acuerdo de ti. Gracias por intentarlo.

Lily tiene un secreto en el desván (Capítulo 12: primera parte)

dbd0aba7db69e721eaf88f460f171b9aCuando Leire apareció en el bar “Dinarama”, Liliana se quedó muy sorprendida de verla. La invitó a sentarse con ellos. La artista llevaba la misma ropa que hacía un rato, pero se había puesto un pintalabios rojo oscuro que le quedaba muy bien. Era su pintura de guerra.

Ya se iban, puedes quedarte aquí —le dijo Lily, ofreciéndole asiento y levantándose para ir a la barra—. ¿Qué te pido?

Un agua.

Tía, son las tres. Yo voy a pedir una hamburguesa y patatas.

Vale, pues lo mismo. Y una caña.

¡Bien! Esa es mi chica.

Leire la vio sonreír por primera vez.

Leire se sentó en el banco de madera y observó el interior del local. Le gustó porque, a pesar de ser un local nostálgico de los años 80, era luminoso y acogedor, no otro remedo de discoteca oscura. Pensó que tendría que haberse quedado a hablar con Salvador, estando en un punto tan crítico de la investigación, pensó que tenía que haber retenido a Alejo como fuese; pero no podía más. La camarera trajo las cervezas. Leire probó la suya y empezó a relajarse. A fin de cuentas, ella también estaba trabajando en la investigación en ese momento. Liliana llegó con la comida y las dos empezaron a almorzar.

Vale, a ver —dijo Liliana, hablando con la boca llena—. Prefiero no contártelo aquí, hay demasiada gente, pero me parece que estamos errando el tiro en todo esto.

Alejo llevó el vestido a la tintorería.

Liliana no se sorprendió.

Fue él, ahora lo sé —respondió, dejando la hamburguesa en el plato—. He estado dándole vueltas, y… Alejo sabía cosas sobre mí, sobre nosotras. Y es una de las personas más retorcidas que conozco. De verdad, no te lo imaginas. Luego te daré más detalles.

¿Te maltrataba? —preguntó Leire, más como amiga que como policía— ¿abusó de ti alguna vez?

No, él era más elegante que todo eso —dijo, mirando alrededor con desconfianza y sin dejar de masticar—. Para que te hagas una idea de cómo era, te haré un resumen de nuestra relación. Yo entré a formar parte de la banda hace once años, y para entonces ya llevábamos saliendo un tiempo. A los dos meses de empezar la primera gira ya me estaba poniendo los cuernos. Yo lo sabía, y se los puse también. Pero lo nuestro funcionaba, de alguna manera. Cuanto más extraño era el ambiente entre nosotros, cuanto más nos peleábamos, mejor funcionábamos como banda.

Liliana miraba a Leire con nostalgia, pero también con una sombra de temor. Parecía que no quería admitir lo cerca que había estado de ver el lado más oscuro de Alejo.

Miguel estaba harto de nosotros, de las peleas, y de los polvos, pero aquello funcionaba. Estuvimos así durante… tres años. Luego le dejé, porque realmente me hacía daño, y él quiso echarme del grupo. Miguel no se lo permitió. En la siguiente gira, que era en Reino Unido, él me arrimó más el paquete en el escenario que nunca antes. O sea, todo el público lo notaba, y se volvían locos, claro. Estuvimos unos meses así, y luego quiso volver, le dije que sí, y luego me volví a cansar y volví a dejarle. Pues en el siguiente año, me presentó como su novia al menos a diez personas, conmigo delante, para aprovecharse de que yo atraía a la gente. Yo era su puta a casi todos los efectos, me paseaba por ahí como su chica para comprar favores. Lo hace con sus novias, exnovias, ligues y amigos, todo el tiempo. Si cree que puedes atraer a gente importante, te pone en la bandeja. Hay gente que dice que no tiene talento musical, solo es un encantador de serpientes. Y de otro lado, nunca superó lo nuestro. Me echaba la culpa de todos sus males, y cada vez que discutíamos por cosas de la banda, porque ya no había nada personal, me decía una y otra vez que yo no significaba nada para él. Luego se le fue pasando. Pero te aseguro que, para cuando me dejó en paz, ya había salido con docenas de mujeres.

¿Y cómo aguantas estar con alguien así?

Liliana se encogió de hombros.

Por el dinero —respondió, resignada—. No he trabajado en un empleo normal desde hace mucho, y no sabría volver a eso. No tengo disciplina para una carrera en solitario, de hecho según Alejo no sé cantar, y me da pereza formar otra banda. De todos modos, con el sistema de no vernos a menos que estemos de gira, lo llevo muy bien. Y Miguel es mi mejor amigo. No sé. Sé que no es normal.

¿Era eso lo que querías contarme? —preguntó Leire, un poco incómoda por no ir al grano.

Vamos a terminar de comer y te llevo a otro sitio, no te lo quiero contar aquí.

Las dos terminaron de almorzar y se fueron; Liliana dejó una buena propina. Leire se alegró de salir y respirar el aire del exterior, en una zona ajardinada de la plaza del Dos de Mayo.

A ver, lo que me has contado de la escena del crimen tiene que ver con algo que pasó otro día que también estaba Tamara —dijo Liliana, poniéndose su chupa negra mientras se apoyaba en el respaldo de un banco del parque—. Me nombraste las púas. Pues esa noche estaba el antiguo bajista de la banda, que es amigo de Miguel, y a veces nos vemos todos juntos. Fue otro concierto en Madrid. El primero, que tú me mencionaste, fue en la sala Arena. Este que te digo fue después, en la Riviera. El caso es que que mirado fotos de aquella noche, y volvías a estar tú.

Leire se quedó sin habla y casi sin aire.

Me nombraste un vestido y unos pendientes, y esa noche yo los llevaba puestos también. —dijo Leire, mientras sacaba su iPhone y sus dedos recorrían la pantalla frenéticamente—. Era el cumpleaños de Alejo. Esta foto la sacó Miguel desde el escenario.

Liliana le enseñó una imagen a Leire. La inspectora estaba entre el público, en la tercera fila, con su exnovio.

Llevo dándole vueltas a lo de la púa desde que me lo dijiste —continuó, y encendió un cigarrillo—. No tenía sentido que pusiera las dos púas, y menos una dentro de la garganta de Tamara. Pero puede haber una explicación. Por entonces Alejo ya no estaba tan interesado en ella. Sé que Tamara se enrolló con algunos amigos suyos, y es probable que lo hiciese con el amigo de Miguel. Y me parece que escogió rememorar esa noche por ti, además de por Tamara. En esa época él… Bueno, Alejo pasaba farlopa cuando estaba aquí. Y le confiscaron un paquete a un colega suyo, con el que hacía negocios. Dijo que había sido un chivatazo por un homicidio en Madrid. No me lo contó a mí, sino a Miguel, pero luego Miguel se cansó de guardarle secretos. Así que, sin saberlo, le jodiste un negocio, y gracias a sus contactos, habrá averiguado que eras tú. Lo que no entiendo es… Si el mensaje era para mí, ¿Cómo iba a saberlo? Y si era para ti, ¿Cómo iba a decírtelo?

Tú eras la que iba a encontrar el cadáver —dijo Leire, muy concentrada, tratando de hilar los hechos—. Tal vez Alejo lo supo, tal vez tú le dijiste que ibas a venir. Amparo es su cómplice, hemos encontrado pruebas que la sitúan en la escena.

Joder —dijo Liliana, y se tapó la boca con las manos—. Joder.

¿Qué móvil podría tener para matar a Amparo, o ayudar a Alejo?

A saber —dijo Liliana, visiblemente dolida—. Le gusta mucho el dinero, y Tamara le caía mal, le parecía una niñata y una trepa. Como si ella hubiese hecho otra cosa que poner el coño para prosperar.

Empezaba a llover, y Leire se arrebujó dentro de la parka.

¿Crees que estamos en peligro? —preguntó la artista, en un susurro.

No lo sé, pero no vayas a dormir al hotel.

¿Y crees que puedo dormir en tu casa?

Leire se sorprendió de la petición, y por un momento sospechó de sus intenciones.

Bueno, aún es temprano —dijo Leire, mientras echaba a andar deprisa, y Liliana la seguía—. Podemos ir a la comisaría. Además, hay algo que me tienes que contar aún.

¿El qué? —preguntó Liliana.

¿Cómo es que de pronto crees que Alejo sí quería matar a Tamara? Dame un pitillo.

La chica de la que hablamos por la mañana, Poppie… Bueno, la he buscado por Facebook. Se suicidó hace tiempo, hay una página en memoria suya. Y hay páginas de amigas suyas que cuentan cosas de aquellos tiempos y tienen su carta de suicidio. Parece ser que Alejo abusó de ella por entonces. Tamara a veces hablaba de Poppie. Creo que… Creo que Tamara sabía cosas, y Alejo quiso silenciarla. Además de hacerme daño.

Lo de que la mató para hacerte daño era una estrategia para hacerte hablar —dijo Leire, encendiendo el cigarro.

Liliana negó con la cabeza, y sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas.

Yo la quería —contestó Liliana, parando en seco—. No en un sentido romántico, o puede que sí, pero la amaba. Quería hacerla feliz —suspiró hondamente y se peinó el pelo con los dedos—. Cuando la primavera pasada me dijo que estaba más centrada y que quería volver a la universidad, le pagué los créditos que iba a hacer este año.

Liliana se apoyó en un escaparate, y se quedó mirando sus manos, como queriendo sacar las palabras de las puntas de los dedos. Leire no sabía qué decir. Nunca había sentido algo así por nadie, a pesar de haber estado casada.

Y Alejo me odia lo suficiente como para acabar con alguien por eso.

Se subieron al coche, después de que Leire revisase la parte de atrás y los alrededores, aunque sabía que nadie podía haberlas seguido hasta allí.

Quiero ir al hotel para coger mis cosas, si no te importa —dijo Liliana—. Damos un rodeo, y me dejas antes de doblar la esquina.

¿Necesitas ayuda para bajarlo todo? ¿Qué has traído?

Bah, una maleta y una bolsa, nada más. ¿Siempre vas así a trabajar? —preguntó Liliana— ¿Una camisa y una parka?

Mi sueldo no da para mucho más… Además, tengo que transmitir seriedad, y ya sabes cómo son los tíos. Si vas de tacones, no te quejes de que te duelen los pies, si vas de falda, vas provocando, si…

Si te pintas los labios eres una puta y si no te los pintas una amargada.

Ambas rieron.

Hay algo que yo no te he contado —dijo Leire, en voz baja—. Anoche encontramos el bolso de Tamara, y dentro había algo para ti. Creo que ella de algún modo quería hacértelo llegar .

El corazón de Liliana dio un vuelco, y ella se quedó expectante. Leire aparcó el coche cerca del hotel y sacó una nota.

He visto que era para ti, pero no la he leído. No la he procesado en busca de huellas.

Liliana la cogió, temblorosa.

No la puedo leer ahora —murmuró, emocionada.

Liliana sujetaba la nota como quien ha encontrado un recuerdo de un amor perdido y no lo quiere abrir para no estropearlo. Jugaba con el papelito blanco doblado entre sus dedos, saboreando el momento.

Quédatela. Anda, sube, coge lo que tengas que coger, y nos iremos.

Gracias. ¿Por qué haces esto por mí? Solo soy una testigo, deberías tratarme como a los demás.

Eres parte de este caso del principio al final—admitió Leire—. Fuiste sospechosa, luego testigo, y ahora creo que necesitas protección. Y yo debería estar ya en la comisaría, pero me he ido porque mi compañero es gilipollas. El caso es que estoy aquí, y quería hacerte un favor.

Lily asintió, reconfortada. Guardó la carta en su bolso.

Ahora vuelvo.

Liliana respiró profundamente, y salió del coche.

Leire miró su Samsung S5, que en ese momento parpadeaba con una luz verde. Se decidió a mirarlo. Salvador la había llamado dos veces. Y en ese momento volvió a hacerlo.

Dime.

¿Dónde coño estás?

En la calle, ahora vuelvo, necesitaba despejarme.

Vale, oye…—La voz de Salvador sonaba firme y apremiante— Siento lo de antes, pero por favor, ven ya. Alejo se ha ido con su abogado, no podíamos retenerle, pero ahora han llegado los resultados de los análisis de los brazos. Hay huellas de Alejo. Y un tatuaje nuevo, se ve que es reciente. Es una urraca. ¿Te dice algo eso?

Liliana tiene uno igual —respondió Leire, con voz átona, expectante.

Vale, pues tiene cortes por encima, y luego hay quemaduras de cigarrillo. La torturaron. Y por último, al menos de momento, han encontrado restos debajo de las uñas, como si se hubiera resistido. ¿No te fijaste en que Alejo venía muy abrigado? Seguro que le arañó los brazos o el pecho.

Leire respiraba con dificultad.

De acuerdo —respondió—. Iré en cuanto pueda, estoy esperando a alguien.

Salvador tardó unos segundos en responder.

Pues espabila. Ese cabrón a está en busca y captura, y cuando me lo traigan más vale que estés aquí, si no quieres que salgamos todos en las noticias, porque no voy a cortarme.

Salvador colgó el teléfono. Leire se lo quedó mirando, sin poder procesar toda la información. Cogió su libreta y empezó a anotar todo lo que le había dicho Liliana, y lo que le acababa de comunicar Salvador. Más lo del ticket de la tintorería. No había duda. Lo habían tenido delante y se les escapó. No creía que la culpa fuese suya totalmente, y Salvador tampoco se lo había dicho, pero aún así…

Cuando terminó de anotarlo todo, se dio cuenta de que ya hacía diez minutos que Liliana se había ido. La llamó, pero su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.

Mierda. No puede haberle dado tiempo a salir y venir aquí —dijo en voz alta, sola dentro del coche.

Pero Salvador le dijo que le habían informado de todos esos datos después de que se fuese, y la comisaría no estaba tan lejos; sobre todo para alguien que tenía un plan, que sabía dónde dormía siempre Liliana y que podía conseguir todo lo que quisiera. Así que sí le habría dado tiempo. Cerró los ojos y contó hasta diez, tratando de rememorar la disposición de la habitación para saber cómo moverse cuando llegase. Luego llamó a Salvador.

Voy a entrar en el Hotel Sintra, calle Conde Duque, esquina Travesía —anunció Leire, aparentando serenidad—. Creo que Liliana está en peligro. Necesito refuerzos.

¡Ni se te ocurra! —gritó Salvador— Quédate donde estás, por favor. Dame diez minutos.

Ella no tiene diez minutos.

Leire colgó, comprobó su arma, y salió como un rayo.

Lily tiene un secreto en el desván – Los interrogatorios (Capítulo 11)

Capítulo 10

Capítulo 9

Capítulo 8

Capítulo 7

Capítulo 6

Capítulo 5

Capítulo 4

Capítulo 3

Capítulo 2

Capítulo 1

 

 

 

 

 

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Salvador Arribas llegó a la sala de interrogatorios diez minutos antes de la hora a la que estaba citado Nicolás Gómez, el exnovio de Tamara, que había sido llamado a declarar como sospechoso. El detective quería tener sobre la mesa el informe de la autopsia, las pruebas y las teorías sobre su implicación, y estudiarlo todo una vez más. Aún no tenía los resultados del examen que el médico forense estaba practicando a los brazos, hallados la noche anterior, y que ya estaban deteriorados por la cal viva. Le llevaría unas horas examinarlos por completo. Seguir leyendo «Lily tiene un secreto en el desván – Los interrogatorios (Capítulo 11)»

Lily tiene un secreto en el desván (Capítulo 10)

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Capítulo 9

Capítulo 8

Capítulo 7

Capítulo 6

Capítulo 5

Capítulo 4

Capítulo 3

Capítulo 2

Capítulo 1

Liliana siempre se alojaba en el mismo hotel cuando iba a Madrid, en un pequeño hostal en la calle del Conde Duque. Sólo había dos habitaciones por planta, y eran muy amplias, con una cama tamaño king size y sábanas de hilo. Liliana dormía habitualmente en la suya, a veces en las de otras habitaciones. El cuarto de baño era luminoso y colorido, con bañera de patas de león y las paredes alicatadas con azulejos portugueses. Esa era una de las razones por las que Liliana lo escogió, porque le recordaban a la casa de sus abuelos en Portugal. Seguir leyendo «Lily tiene un secreto en el desván (Capítulo 10)»

Lily tiene un secreto en el desván (Capítulo 9)

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Capítulo 8

Capítulo 7

Capítulo 6

Capítulo 5

Capítulo 4

Capítulo 3

Capítulo 2

Capítulo 1

La noche se cerraba rápidamente sobre el matadero municipal a las afueras de La Guardia, en la provincia de Toledo. El aire se enfriaba con la brisa de las montañas, pero seguía impregnado del olor habitual en ese lugar. El matadero era un edificio de una sola planta, sobrio, algo deteriorado porque hacía muchos años que no lo pintaban, y la escasa luz que había a esas horas lo hacía parecer aún más viejo y abandonado. Seguir leyendo «Lily tiene un secreto en el desván (Capítulo 9)»

Lily tiene un secreto en el desván (capítulo 8)

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Capítulo 7

Capítulo 6

Capítulo 5

Capítulo 4

Capítulo 3

Capítulo 2

Capítulo 1

Salvador estaba cansado de tomar declaración a testigos, de dar vueltas por Madrid, y del caso en general. Por si fuera poco, a pesar de que él no conducía, iba incómodo en el Opel Vectra de la brigada porque el sol se estaba poniendo a su derecha, y le quemaba la cara. Leire no hablaba, y aunque había puesto la música a volumen bajo, los gorgoritos de aquella cantante pop lo estaban sacando de quicio. Leire también estaba cansada, pero su moño deshecho, su cara ojerosa y su camisa arrugada la hacían más atractiva. Salvador empezaba a percibir su sudor en el aire. Trató de entablar conversación. Seguir leyendo «Lily tiene un secreto en el desván (capítulo 8)»

Lily tiene un secreto en el desván (Capítulo 7)

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Capítulo 6

Capítulo 5

Capítulo 4

Capítulo 3

Capítulo 2

Capítulo 1

Bueno, por lo que he visto han encontrado ya bastantes rastros de sangre en el ascensor, pequeños pero útiles. Ahora, esperemos que haya suerte. Están cursando la orden para registrar la vivienda de arriba y la terraza.

Leire estaba satisfecha, y se arrebujó en su chaqueta de punto al notar la brisa de la tarde en el mes de octubre. Salvador se alegró de verla bien, tras unos meses aburrida y algo triste. Creyó que ese pequeño avance en la investigación la había animado.

¿Ha terminado el forense con la autopsia?

Sí —respondió Leire, sacando su libreta de notas—. La causa de la muerte es intoxicación con alcohol y relajantes musculares —Leire suspiró antes de continuar—. Liliana intentó matarse de la misma manera hace diez años.

Así que tenemos otra conexión entre el crimen y ella. ¿Algo más? Seguir leyendo «Lily tiene un secreto en el desván (Capítulo 7)»

Lily tiene un secreto en el desván (Capítulo 6)

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Lily despertó con la mano de Miguel en su hombro, tratando de calmarla.

Es sólo una pesadilla. No grites.

Todas las personas del avión que ella alcanzaba a ver desde su asiento la estaban mirando. Algunos murmuraban, en inglés y en español, asociando su estado de agitación con su aspecto (que solo era un poco peor al habitual): “Es una drogadicta”, “será delirium tremens”, “espero que no se muera aquí”.

Lily bajó la cabeza.

¿Qué estaba gritando, exactamente? —preguntó en voz muy baja.

Estabas llamando a Tamara, o intentabas decirle algo —respondió Miguel, muy serio.

Mierda.

Creía que ya lo habías superado.

Yo también —contestó Lily, con voz temblorosa— , pero entre que hace mucho que no sé nada de ella, y el estrés que me ha traído todo esto… la llamaré cuando llegue.

Lily, no quiero estropearte los planes… pero no vamos de excursión. Yo de ti estaría disponible todo el tiempo que estés en España.

Tengo que intentarlo, se lo debo —respondió Lily, mirando fijamente a Miguel—. Se lo debemos.


Salvador Arribas salió de su casa a las siete de la mañana y se dirigió a su trabajo, en las Comisaría central de la Policía Nacional en Madrid, Brigada de delitos contra las personas, sección homicidios, que estaba a cuarenta minutos en coche. Había dormido bien, pero se levantó con un mal presentimiento. Salvador era un hombre de ciencia y de hechos consumados, no se dejaba llevar por sensaciones, pero a veces le llegaban mensajes desde algún lugar de su cerebro que le costaba descifrar. Su mujer le conocía bien y no le preguntó nada, a pesar de su gesto contrito.

Salvador revisó los mensajes de su móvil antes de arrancar el coche.

La científica aún no ha terminado en el escenario pero quiero volver. Creo que nos estamos dejando algo importante. Primero voy a hablar con el forense. Te dejo a los padres de Tamara y a unos sospechosos calentitos en la mesa. Con mantequilla, como te gustan.”

Salvador le tenía cariño a las bromas de Leire, sobre todo porque las hacía muy de vez en cuando. Siete años después de conocerla como jefa, aún no había conseguido llegar a los pensamientos de aquella mujer, más joven que él pero que estaba avejentada por el trabajo, la responsabilidad y algo más que no podía descifrar.

Había entablado con ella una amistad liviana que ayudaba a la comunicación en el trabajo, pero nada más. Incluso la noche que durmieron juntos en una misión en Algeciras que se alargó más de la cuenta, incluso a la mañana siguiente, estrechándola entre sus brazos y susurrándole cosas bonitas y sinceras al oído, ella seguía sumida en su mundo y aunque le hizo saber que era feliz, no le dejó entrar en su mente más de lo que había entrado en su cuerpo.

Pero de eso ya hacía cinco años, y en términos de vida personal, era una eternidad para Salvador. Se había divorciado de su primera mujer, había vuelto a casarse, y había vuelto a las andadas con amigas jóvenes, pero Leire no le había vuelto a dar ninguna señal de acercamiento. Tampoco estaba más fría con él por lo sucedido, ni se había enfadado, simplemente parecía que no había ocurrido. Ni una mirada cómplice, ni un gesto pícaro, nada. A veces creía que lo había soñado.

Trató de captar su perfume en el aire, pero sólo captó atmósfera de coche, con notas de ambientador de pino y tapicería edición niño de dos años. Y en la comisaría sería imposible olerla, porque Leire olía a perfume fresco, estrés y todas las inseguridades que se ponía encima por la mañana con la intención de ser perfeccionista, pero que sólo la volvían maniática.


Leire llegó al trastero concentrada en buscar todo aquello que los de la científica no hubiesen encontrado, pero tuvo que escucharles.

Inspectora, creo que esto es importante —dijo uno de los técnicos, insistiendo después de haber llamado su atención dos veces.

Leire suspiró y lo siguió hasta un armario que estaba pegado a una pared.

¿Ve estas marcas en el suelo? Creemos que lo han movido. Fíjese en esas marcas en el suelo, a la izquierda. El armario estaba ahí antes.

De modo que lo han puesto aquí para tapar algo —respondió Leire, animada—. Vamos allá.

La inspectora y dos técnicos movieron el armario con gran esfuerzo. Tenía solo dos puertas y era de madera chapada, pero pesaba mucho porque estaba lleno de ropa. Al retirarlo, miraron al suelo y encontraron una gran mancha marrón.

El asesino retiró la mayor parte de la sangre, pero no pudo limpiarla, porque se le hacía tarde —dijo Leire—. Probablemente, cuando trajo el cuerpo, lo apoyó aquí mientras preparaba la escena.

Lo peinaremos en busca de huellas y otros restos.

Estupendo, nos será muy útil.

En ese momento entró Salvador en la escena.

Hola, ¿Cómo vais?

Bueno, hemos encontrado una pista nueva, aunque puede que solo se trate de sangre de la víctima. También tenemos quince juegos de huellas completas. Una maravilla.

Leire puso los ojos en blanco, para acentuar su hartazgo.

Pues mira qué bien, traigo buenas noticias —anunció Salvador—. Por fin tenemos un testigo. Es una anciana que oyó ruidos la noche del crimen. Vive en la planta de abajo.

Muy bien, dile que venga.

Me temo que eso no es posible, la mujer está postrada en la cama, está muy enferma.

Vaya, ahora vamos.

Leire y Salvador llamaron al piso séptimo, puerta D, y una enfermera les abriço la puerta y los condujo al dormitorio. La mujer, una señora de unos ochenta años y que lucía un pijama rosa de franela, estaba nerviosa, pero sonrió al verles.

Buenos días, señora. Soy la inspectora Leire Chamorro, de la brigada de homicidios. Gracias por avisar. ¿Qué quiere contarnos?

La enfermera acercó dos sillas a la cama y los invitados se sentaron. La mujer estaba muy cansada y hablaba despacio, pero su mente estaba fresca y lúcida.

Gracias a ti. Yo me llamo Ascensión, podéis llamarme Chon. Te pido disculpas, llevo tres noches sin dormir pensando en lo que ha pasado, y en esa pobre chica. Yo oí algo aquella noche y no lo conté porque pensé que no era importante… —La anciana se detuvo y respiró profundamente—. Oí una discusión esa noche, una discusión muy fuerte, en el balcón de al lado.. Había un hombre y una chica, y hablaban de algo muy grave, muy serio, porque estaban muy nerviosos. Luego volvieron adentro y no oí nada más.

Bien, eso puede aclarar muchas cosas —Leire quería animar a la mujer, haciéndole ver que su testimonio era útil, pero no las tenía todas consigo—. ¿Podría decirnos a qué hora oyó esa discusión?

Eran las cuatro de la mañana. Lo sé con seguridad porque no duermo bien por las noches y a esa hora empieza mi programa de radio favorito, uno de fantasmas. De hecho, bajé el volumen de la radio para enterarme bien de lo que pasaba.

Salvador disimuló una carcajada. Leire abrió mucho los ojos, expectante.

De acuerdo, vamos a ver… —dijo Leire, acercándose a las cortinas— ¿Le importa que mire hacia qué lado dan sus ventanas?

Oh no, por supuesto. Mire, mire. —La anciana hizo un esfuerzo encomiable por incorporarse —. Estas ventanas dan a la trasera, hay un patio de manzana. Algunas veces entra gente a la terraza de la planta de los trasteros saltando desde esos balcones de la izquierda. El bloque de al lado tiene una planta más. Esto se diseñó muy mal.

¿Qué piensas? —susurró Salvador, más por costumbre que por evitar que la anciana los oyese.

El momento de las cuatro de la mañana entra dentro del margen para el traslado del cuerpo —comenzó Leire, de brazos cruzados—. Según este testimonio, tenemos dos asesinos o un asesino y un cómplice. Subieron el cuerpo en el ascensor, y… ¿Discutieron sobre cómo colocarlo? ¿Qué hacían aquí fuera?

Veo tu teoría y la desmonto —apuntó Salvador—. Subieron el cuerpo por el ascensor de otro edificio y al llegar aquí lo metieron por la terraza.

¿Cómo pasas un cuerpo de cincuenta kilos de un balcón a otro? —preguntó Leire, casi de forma retórica— ¿Y para qué harían algo tan complicado? Además, está la cuestión de cómo entrar en la vivienda.

Hecho número uno: la policía científica no ha encontrado nada en este ascensor. Hecho número dos: eran dos personas y no una, es fácil trasladar el cuerpo entre dos. —Salvador hizo una pausa dramática, regodeándose en su momento—. Hecho número tres: a nadie se le ocurriría comprobar el ascensor de otro bloque en busca de pistas. Sólo nos queda averiguar cómo entraron.

Leire puso una cara entre la incredulidad y la indignación, debido a que esa idea era muy buena y no se le había ocurrido a ella. Abrió de nuevo la ventana y asomó la cabeza.

Ascensión, por favor, ¿podemos abrir su balcón? Está en la habitación de al lado, ¿verdad? —rogó Leire, con su mejor sonrisa, que Salvador había visto pocas veces.

Por supuesto, corazón —respondió la anciana, que de pronto estaba emocionada y llena de energía—, solo te pido que cierres la puerta de mi cuarto, porque las corrientes me van fatal para la espalda.

Leire y Salvador salieron del cuarto, que olía a enfermedad y medicinas, y con ayuda de la enfermera encontraron la habitación del balcón, una sala de estar, dos puertas más a la izquierda. Salvador fue derecho al balcón, lo abrió y salió a la tarde madrileña. Era un día nublado.

Vale, ya lo veo —comentó, mirando a su izquierda— Hay un balcón pegado a este, que es del otro bloque. Encima de ese balcón hay otro, y según nos ha dicho la señora, desde él se salta fácilmente a la terraza que tenemos encima. Yo lo veo muy claro.

Vale, ahora sólo hay que plantarse en el bloque de al lado, explicar toda la película a los vecinos, y pedirles que nos dejen ver el ascensor.

Leire estaba hablando sin mirar a Salvador y no se dio cuenta de que éste estaba intentando saltar al otro balcón.

¡Pero qué haces! ¡Te vas a matar! —gritó Leire, tratando de sujetarlo— Ya eres muy mayor para esas cosas.

Salvador rió, mientras pasaba de uno a otro.

Hala, listo. Ya estoy —respondió Salvador, lleno de satisfacción.

Muy bien. ¿Ahora vas a entrar ahí y allanar una vivienda?

No, ahora me voy a fumar un pitillo mientras tú bajas, entras en el portal de al lado en nombre de la Policía Nacional y subes hasta la casa. Te espero.

Leire salió de la vivienda, avisó a los técnicos de la Científica, y se llevó a dos de ellos. Llamó desde el portal a la vivienda y le abrieron. Dio a sus compañeros instrucciones para hacer una revisión parcial del ascensor antes de tener un permiso, por si aparecía algo revelador. Llamó a la puerta de la vivienda en cuyo balcón estaba Salvador y le abrió una mujer de mediana edad.

Buenas tardes, señora —saludó Leire, sofocada y excitada, enseñando su placa—. Soy Leire Chamorro, Policía Nacional, Brigada de Homicidios.

Jesús —respondió la mujer, llevándose la mano derecha al pecho—. Pase, pase.

No la entretendremos mucho tiempo —dijo Leire, mientras entraba—. Tenemos indicios de que los asesinos de la chica que apareció muerta en el edificio de al lado han usado una vivienda de este bloque para mover el cuerpo. ¿Recuerda haber oído algo la noche de autos? Del martes al miércoles.

Pues no, lo siento mucho. Duermo profundamente. Tomo pastillas, ¿sabe?

Leire pensó en la paradoja del insomnio en los testigos.

Bien, no se preocupe. ¿Puede decirme quién vive arriba?

Pues está vacío, el propietario vive en Francia. Pero a veces vienen turistas, o gente de paso, porque lo alquila por días con una agencia de esas de internet.

Leire sonrió ampliamente sin poder evitarlo.


Liliana llegó a Madrid a las diez de la mañana, hora española. Estaba sudando como no recordaba haber sudado en meses. Además de dormir, durante el vuelo también le dio tiempo de consultar las novedades sobre el crimen en internet (donde aún no figuraba el nombre de la víctima), comer un menú completo de pollo braseado, ensalada de arroz y compota de pera, y vomitar parte del mismo. Se había arrepentido en tres ocasiones de haber cogido ese vuelo, y en las tres Miguel la había convencido de lo contrario.

Fue al hotel que tenía reservado, y Miguel se quedó en casa de una amigo. Sacó lo imprescindible de su equipaje y se metió en la cama. No pensaba ir a la comisaría central hasta la tarde. Miró su iPhone con ansiedad, pensando si debía hacer aquella llamada o no; finalmente decidió que aún no estaba preparada para hablar con Tamara. Se quedó dormida con el móvil en la mano.

Liliana había borrado doscientas fotos, quince vídeos y eliminado tres cuentas de redes sociales en el tiempo que estuvo en el avión. Se lo había recomendado Miguel, porque a fin de cuentas tenía duplicados de todo ese contenido en su disco duro (que dejó en el estudio de grabación), y porque no quería que la policía lo viese. La mayoría de las fotos borradas eran de carácter sexual, suyas o de sus parejas, pero también había fotos de mucha gente tomando drogas ilegales, sobre todo cocaína y anfetaminas. La mayoría de esas personas no eran famosas.