Anocheche en Victoria Road (Parte 1)

1 oTwLVfx9lqQIpJg1OQ15sgEl sol se ponía velozmente al oeste de Londres en aquella tarde de septiembre, mientras una chica se consumía despacio. Fabricar jabón suena aburrido; para Carlota, además, estaba resultando doloroso (se había quemado ya dos veces manejando la mezcla) e incómodo, ya que Owen, su vecino en el edificio de apartamentos Old Oak y antiguo novio, no paraba de mirarla de forma desdeñosa con sus ojos de color azul piscina.

Carlota se centró en extender cuidadosamente la pasta para dejar una superficie lisa en su molde y así poder terminar la tercera barra de la tarde. La meticulosidad era lo que la mantenía despierta. También ayudaba la voz chillona y monótona de Judie, la artesana que el complejo de residencia a medio plazo había contratado.

Owen era de Londres. De hecho, era la única persona que Carlota conocía que había nacido allí. A Owen le gustaba bromear con que era un tipo muy duro porque había crecido en esas calles; decía que se había hecho tatuajes para que reconocieran su cuerpo si aparecía muerto en el canal. Carlota le respondía que sus tatuajes eran demasiado normales como para que le sirvieran al forense en caso de que fuese decapitado.

“Me quiero morir”, pensó Carlota. “Son las ocho de la tarde de un domingo y estas actividades son un coñazo. Y Owen me sigue gustando”. Había en ese momento un ambiente distendido en la terraza delantera, gracias a la brisa fresca y las conversaciones banales. “Eso es lo que más voy a echar de menos si me vuelvo a España”, pensó Carlota. “La frivolidad, la falta de emoción”. Pero ella no quería volver. Llevaba dos semanas en paro y ya le faltaba el aire, agobiada por la ciudad más cara del mundo; estiraba todo lo posible el último sueldo de su empleo como relaciones públicas, compraba lo justo para la semana en Sainsbury, no recordaba la última vez que se había tomado una cerveza en un pub. Y aún así no quería volver a España por nada del mundo. Ni la pobreza, ni el hollín, ni el Brexit la devolverían a su pueblo.

Owen le refrescó la memoria tropezando con su mano en la de ella, quién sabe si adrede, para coger unas flores secas decorativas. Él había sido su última cerveza. Con Kelsey, la camarera, no hubo cerveza, ni cita, ni conversación; solo fue sexo, en el baño, después de su turno en aquel pub de Shoreditch. Los cuatro amaneceres más rosados que había visto jamás. Y por eso había dejado a Owen, por eso había dado por terminada la relación de tres meses. Luego ella cometió el error de esperar otra relación de Kelsey, pero no la hubo. Para Kelsey, Carlota solo supuso cuatro polvos con una española.

Dejó las herramientas y el molde de jabón a un lado y estiró los brazos hacia delante, sobre la mesa. Se había esforzado por olvidarlo, pero no dio resultado. Él le daba demasiado morbo. Y ella lo había estropeado todo.

De pronto, dijo en voz alta, en español, “me voy”. Se levantó y cogió un trapo húmedo para limpiar el reguero de gotitas color verde agua que adornaba su parcela de la gran mesa de actividades comunitarias. El olor a aceites aromáticos la alegró por un momento. Guardó sus moldes llenos de preparado junto con los de los demás, y entró en el edificio.

A Carlota le encantaba el sitio donde vivía: un bloque de apartamentos con un estilo arquitectónico hipster post industrial (como ella y Owen habían acordado definirlo) lleno de zonas comunes alegres y acogedoras, como la biblioteca, la lavandería, y el espacio de co working. El exorbitante precio del alquiler incluía limpieza semanal, vigilancia 24 horas, y las actividades como la que ella acababa de abandonar. En la planta baja, además del gimnasio, había un supermercado con lo básico, a precio desorbitante. El edificio era gigantesco, con diez plantas y treinta suites en cada nivel. Cada suite tenía dos habitaciones con baño individual y una cocina compartida.

El Old Oak estaba lejos del centro, en zona cuatro, en mitad de Victoria Road. A quince minutos andando tenía la estación de North Acton, en la Central line, y en dirección opuesta tenía la Willensden Junction para ir al ampuloso barrio de Hampstead, con sus mansiones de estilo georgiano y su enorme parque estampado de lagunas. Vivía en una especie de polígono industrial, pero su entorno era tranquilo, serpenteado de canales y carriles bici.

Sin embargo, desde que perdió su empleo en Duff & Spears, se sentía totalmente fuera de lugar. Cada persona, en el edificio y en todo Londres, parecía estar haciendo algo importante salvo ella. No estudiaba, no trabajaba, y claramente no se estaba esforzando lo suficiente para encontrar otro empleo, porque todas las personas con las que había entablado relación desde que llegó a la ciudad le habían dicho lo mismo: “si quieres, puedes”. Pobre, pero puedes. Claro que también todos ellos y Carlota habían pasado por la primera fase de la vida londinense: salir, ir a conciertos, drogarse, follar con desconocidos e ir a trabajar sin haber dormido. La vida posterior era una eterna resaca.

Carlota saludó a Ben, el recepcionista antipático de tarde (por cada turno había dos recepcionistas y un encargado de mantenimiento) y se entretuvo mirando el horario de tiempo libre de la siguiente semana: saludo al sol el lunes a las 6.00, charlas sobre feminismo el martes, taller de té orgánico el miércoles, consejos para manejar el estrés el jueves, torneo de billar el viernes, Owen detrás de ella, apoyado en la pared, reflejado en el espejo del ascensor. Carlota dio un respingo, pero se mantuvo firme. Él, por su parte, la juzgaba con calma. Parecía que de un momento a otro le iba a espetar “te lo dije, te dije que era una zorra”.

Ella se resignó, entró en el ascensor y usó su tarjeta para desbloquear el teclado y marcar el siete. Owen entró detrás y marcó el cinco; Carlota supuso que iba a la lavandería. Detrás entraron otras tres personas, de tres etnias distintas, con cara de tener proyectos y esperanzas. Nadie saludó. La mayoría de los inquilinos optaban por no hacerlo, por si eso era demasiado brusco en otras culturas.

El trayecto fue breve, pero Carlota tuvo tiempo de percibir el olor de su amante y sentir escalofríos de nostalgia. Owen se bajó en su planta, sin decirle nada. Las otras personas hicieron lo mismo. Se dirigió a su suite sintiendo cómo el aire acondicionado le ponía la piel de gallina, y recordando cuánto lo había apreciado durante el caluroso verano que ahora se terminaba. Su habitación no lo tenía, y había pasado muchas noches en vela. Además de molesto, no poder dormir por culpa del calor en Inglaterra era humillante.

Carlota entró en la cocina usando la tarjeta, se hizo un sándwich y volvió a usarla para entrar en el dormitorio, que ahora ya tenía una temperatura agradable. Se sentó en la única silla y se quedó mirando la cama, llena de objetos que no sabía dónde meter; llevaba ocho meses viviendo sin un armario. De pronto no podía hacer nada por levantarse. Le faltaba motivación para seguir buscando trabajo, o mejor dicho, pensó, “tengo motivación pero me falta energía”. La energía que tienes cuando crees que lo que estás haciendo va a servir de algo.

Seguir viviendo allí era inviable. El alquiler era desorbitado y la ubicación era bastante mala, porque le llevaba demasiado tiempo (y dinero de su Oyster) ir y venir del centro, o al menos de otras zonas con más negocios. Así que además de buscar trabajo, tendría que buscar un sitio donde vivir.

La razón por la que escogió Old Oak fue el miedo, principalmente. Se lo había recomendado su amiga Nuria, una barcelonesa de treinta años con muchas ínfulas; solo permaneció allí un mes, luego se fue a un apartamento desvencijado de Croydon con otras siete personas. Carlota tenía miedo de eso, de tener que compartir el piso, el baño y seguramente el dormitorio con desconocidos. Miedo de tener que caminar mucho tiempo por la calle en invierno, al salir del trabajo, miedo de tener que aprenderse nuevas rutas seguras. Sabía que no era una ciudad particularmente peligrosa, pero sí inmensa, y llena de micro universos a la vuelta de la esquina. Tenía miedo de agobiarse si cortaban la línea de metro habitual al última hora y tocaba buscarse la vida. No se trataba de miedo real, a algo tangible, porque todo eso no eran más que contratiempos, pero éstos le producían pánico.

Decidió ser práctica: había que cenar, ducharse y dejarlo todo preparado para salir temprano el lunes. Terminó su sándwich de pavo, lechuga y mayonesa, bebió zumo de arándano, y se metió en el baño durante media hora.

Cuando salió del baño, se puso el pijama, abrió momentáneamente la ventana para ventilar y se dio cuenta de que había cometido un error al abrir el zumo. Lo había comprado el día anterior y lo había guardado en su cuarto, ya que su espacio en la nevera común era muy pequeño y estaba ocupado con cartones de leche, de modo que había planeado no abrirlo hasta que se hubiera marchado su compañera, dos días después, el martes. Ahora tendría el zumo abierto durante 48 horas, a unos probables treinta grados.

“Tal vez si me terminase ahora la leche podría guardarlo en frío”.

Ni corta ni perezosa, salió hacia la cocina. Se bebió un tazón, bastante lleno, para poder aprovecharla toda, y mojó algunas galletas de su compañera. Al terminar, lo fregó todo y guardó el zumo en la nevera. Luego se llevó la mano al bolsillo trasero para coger la tarjeta y volver a la habitación. Pero allí no había ni bolsillo ni tarjeta, solo un fino pijama del algodón.

“Mierda. Mierda. Mierda.”

Se había dejado la tarjeta sobre la cama, y ahora estaba fuera, en pijama, sin móvil y con el pelo mojado. Tendría que bajar a recepción a pedir que le abriesen la puerta.

Decidió no prolongar el momento de bochorno. Por si no conseguía ayuda, bloqueó la pesada puerta de la suite con la ayuda de un taburete de la cocina, y se dirigió al ascensor. No podía usarlo sin la tarjeta, así que se detuvo delante, de brazos cruzados, a esperar por si venía alguien pronto. Le gustaba el área de espera; estaba decorada con cuidado, a juego con el resto de la planta. Cada nivel del edificio tenía una temática distinta, y eso le parecía un bonito detalle hacia los huéspedes. Pero notaba la humedad en sus hombros, y una repentina sensación de soledad. Los amigos que había conocido en el edificio ya se habían mudado; nadie vivía allí mucho tiempo. Por eso en ese momento no podía pedirle a nadie un secador del pelo, o una tarjeta para coger el ascensor. Empezó a retorcerse los dedos con nerviosismo, y notó que las lágrimas se concentraban en sus ojos, a punto de caer, mientras su rostro se iba calentando. Además, ya había pasado algún tiempo (no podía determinar cuánto exactamente, porque no llevaba reloj y el tiempo pasa más despacio cuando estás alterado) y no aparecía ningún vecino. Era curioso, porque la planta se había llenado de estudiantes en las últimas semanas, y siempre había mucho tráfico.

Al menos podía bajar por la escalera de incendios. Nunca lo había hecho, pero esta era la ocasión ideal. Recorrió el pasillo lo más rápido que pudo, para que nada más fallase; a veces usaba esa estrategia en la calle o en el metro. “Si tardo poco tiempo, me libraré del mal”.

Al igual que el resto de puertas del complejo, la de la escalera era pesada y cerraba con un sistema electrónico, pero para evitar problemas en las evacuaciones, habitualmente estaban desbloqueadas, así que Carlota pudo acceder sin problema. Sólo al rozar la puerta con el pie se dio cuenta de que iba descalza. Le gustaba la sensación de la moqueta, sobre todo la de aquel edificio, porque era nueva y no parecía muy contaminada, como las otras que había visto, tanto en la ciudad como en algunas visitas a otras partes de Inglaterra. Carlota suponía que toda la isla de Gran Bretaña estaba enmoquetada.

La escalera de incendios también estaba limpia, probablemente porque nadie la usaba nunca. Sin embargo, al no contar con una buena iluminación como los pasillos, resultaba agobiante, así que Carlota fue siguiendo una línea azul de la pared para sentirse más segura según se iba acostumbrando a la penumbra. Poco a poco fue bajando. Cuando llevaba descendidas tres plantas, empezó a oír risas lejanas y el eco de una conversación absurda, y poco después llegó al origen: dos chicos muy borrachos tirados en el descansillo. Ni siquiera se sorprendió. Ambos parecían muy altos, y vestían ropa moderna y arrugada, seguramente de la noche anterior. No se metieron con ella, y Carlota los esquivó sin dificultad. Uno estaba inconsciente en brazos del otro, a modo de homenaje a La Piedad. Fuerte olor a cerveza, unas notas de vómito. Lo normal.

“Disculpa a mi amigo, no se encuentra bien.”

Había oído esa frase, envuelta en distintos acentos, cientos de veces.

Ella asintió y se despidió sin más. Estaba acostumbrada a escenas así, y ya no hacía amago de ayudar. Supuso que, si necesitaban algo, el chico que se encontraba mejor bajaría hasta la recepción, o rodaría escaleras abajo.

Había un indigente en la entrada a la estación del metro de North Acton que le había llamado la atención al llegar meses atrás. Se notaba que estaba enfermo, así que ella se dirigió a los trabajadores de la estación para pedirles ayuda. Ellos le respondieron que ya lo sabían, y que si se pusiera muy mal, llamarían a una ambulancia. Que gracias por avisar y que se estuviera tranquila. Ella les hizo caso y empezó a ignorar lo que la rodeaba. De todos modos, Carlota nunca pudo presumir de tener una gran conciencia.

Sin embargo, hubo algo que la hizo detenerse por un segundo: el chico que aún mantenía el tipo se tapó la cara con el cuello de la camisa cuando ella pasó a su lado. Se rio mientras lo hacía, pero aún así le pareció una actitud un tanto extraña.

Al llegar a la recepción, no tuvo que dar explicaciones. Su aspecto la delataba. Ben la recibió con desdén, y avisó a mantenimiento por el Walkie. Mientras le respondían, se dirigió a Carlota.

— Es la quinta vez que te olvidas la tarjeta. Lo sabes, ¿verdad?

— Sí, lo recuerdo — respondió ella, avergonzada.

— Pues son cincuenta libras de recargo.

Carlota se mordió el labio inferior y le dedicó su peor mirada de desprecio. Era lo único que podía hacer.

Harry, el encargado de mantenimiento, un barbudo corpulento aunque no muy alto, subió con ella a la habitación. Carlota no se atrevía a dirigirle la palabra, porque parecía que lo había interrumpido haciendo algo muy importante. De todos modos, ella ya sabía que le pasaba a algún huésped cada día.

Cuando se acercaban a la suite, Carlota le explicó que había dejado la puerta abierta. A Harry no le hizo ninguna gracia, y le indicó que se quedase donde estaba, a unos dos metros, mientras él se aproximaba blandiendo una linterna. Al llegar a la suite, Harry vio algo que lo puso en guardia, y preguntó en voz alta:

— ¿Qué haces ahí, chico? ¿Se te ha perdido algo?

Owen salió con las manos en alto. Sonreía con afabilidad.

— Tranquilo, señor, soy Owen Simmons, el inquilino de la 715, y vengo en son de paz. Quería hablar con mi amiga, esta chica, y al ver la puerta abierta me preocupé. Solo quería esperarla aquí, por si pasaba algo.

Harry miró a Carlota, como pidiendo su confirmación.

— Sí, lo conozco, es mi amigo. No pasa nada. Gracias por preocuparte.

Harry se adentró en la cocina, refunfuñando, y abrió usando una tarjeta que funcionaba como llave maestra. Luego se quedó dentro de la habitación, mirando alrededor con desaprobación, mientras sujetaba la puerta con una mano. Owen y Carlota esperaban en la cocina a que saliera.

— Este cuarto está bastante sucio — apuntó el encargado de mantenimiento — . No deberías comer aquí, para eso está la zona de comedor.

“Comedor” era el nombre pomposo que usaba el staff para hablar de la barra y los taburetes situados frente a la cocina, que servían para apoyar la cena.

— Lo siento — murmuró Carlota, de mala gana.

Harry se quedó observándola con cara de pocos amigos, sin moverse. Entonces ella recordó que tenía que pagarle la multa por olvido reiterado de la tarjeta. Corrió a la habitación y enseguida encontró la caja de dinero para imprevistos, dentro de la bolsa de tela con la ropa interior. Le pagó y le volvió a pedir perdón.

— Deja de disculparte, es muy molesto.

Harry salió del dormitorio y luego de la suite, no sin antes tener un pequeño encontronazo con Owen, que le bloqueó el paso un momento, desafiante. Al ser éste más alto, la masculinidad de Harry acabó cediendo y le pidió permiso para pasar.

Al quedarse solos, Owen entró en la habitación. Mientras Carlota se ponía las chanclas y preparaba la ropa para el día siguiente, él cogió un cómic que le había prestado cuando empezaron a salir, y que ella no le había devuelto. Ella pensó que le iba a reprochar su despiste, pero se limitó a sentarse en el borde del escritorio y ponerse a leer. Carlota siguió con su tarea, sin intención de echarlo de allí. No le molestaba. Eso la molestaba en cierto modo, pero decidió no darle más vueltas. Lo había echado mucho de menos últimamente.

Siguieron en silencio, tranquilos, hasta que él se levantó y dejó el ejemplar de “Los defensores” de Marvel en el hueco bajo el escritorio.

— ¿Dónde vas? — le pregunto Carlota, sin poder disimular su inquietud repentina.

— Me voy a mi cuarto. Tengo hambre, creo que me quedan noodles en la nevera, pero si no, bajo un momento al supermercado. ¿Quieres algo?

— ¡No! — replicó ella — . Quiero decir, no hace falta que compres nada, puedes… Puedes quedarte a cenar.

Owen levantó las cejas, confundido.

— ¿Estás segura?

Mientras hablaba, se iba acercando a ella, con curiosidad y precaución.

— Sí, claro… De hecho, me gustaría que te quedases.

Él no respondió. Salió un momento, cogió un yogur y volvió junto a ella, que estaba encendiendo el ordenador para ver Netflix. Se acurrucaron, y después de dos horas, cuando empezaban a susurrarse cosas bonitas, el teléfono de Owen empezó a sonar. Era su amigo George, que vivía en la novena planta. Mantuvieron una breve conversación, que Carlota trató de espiar, sin éxito. Él colgó el teléfono y se puso muy pálido.

— ¿Qué pasa? — preguntó ella, preocupada.

Él la abrazó y le dijo en voz muy baja:

— Han encontrado muerto a un chico en el cuarto de calderas. Han llamado a la poli y es probable que nos hagan preguntas. Aún no lo han identificado.

A Carlota se le heló la sangre, y solo acertó a hacer una broma macabra.

— Espero que tenga unos tatuajes muy originales.

Owen esbozó una sonrisa triste.

Vértigo (relato completo)

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Bruno llegó a casa a las seis y cuatro minutos de la tarde, cerró de un portazo y dejó caer las llaves en la repisa de la entrada. Se sentó en su silla de la mesa de la cocina, respiró hondo, entrelazó las manos sobre la mesa y no tuvo más remedio que admitir la cruda realidad.

-Acabo de ver a Eva.

Lo pronunció claramente, en voz alta, pero no había nadie que le respondiera.

Era ella. Entró en la cafetería cuando Bruno ya se había despedido de su amigo y se levantaba para irse. La vio claramente, de forma nítida, y sabía que no era una alucinación; hablaba y se movía con normalidad, le pidió al camarero de la barra un café solo y una tostada y se sentó en un taburete.

Era ella. Llevaba su pelo castaño teñido de negro, un abrigo viejo que él no había visto antes; su aspecto no era el que él recordaba, así que esa imagen no provenía de ningún rincón de su memoria. Ella parecía enferma, más delgada, pero la reconoció porque tenía su misma manera de moverse, por sus orejas pequeñas y redondas. El hoyuelo en su mejilla cuando sonreía, la forma de abrir una revista y doblarla hacia atrás para leerla.

Era ella. Y lo miró a los ojos.

-Me miró a los ojos.

No era la primera vez que sucedía, hacía una semana ya la había visto por el vecindario; también con el pelo negro, también pálida.

Pero su novia llevaba muerta seis meses.

Se levantó, preparó una tila y comenzó a barajar las opciones:

“Es un fantasma”. La más plausible, sin lugar a dudas. Pero a) los fantasmas no existen, b) su aspecto no coincidía con el que tenía cuando murió, y c) no tenía sentido.

“Es una chica idéntica, que por casualidad frecuenta los mismos sitios que yo.” Lo descartó de inmediato; las coincidencias existen pero en este caso eran demasiadas, y además había algo en la mirada de la chica que lo dejó helado: ella lo conocía.

Otra opción era que su novia no hubiese muerto en verdad, que hubiese desaparecido y amañado su muerte para huir de problemas o acreedores; pero él mismo reconoció su cadáver en el depósito después de que la encontrase un vagabundo. Fue degollada en un callejón, por oponer resistencia cuando le robaron las alianzas de boda que acababa de comprar; el agresor la siguió al salir de la joyería. Su prometido estaba a sólo unas manzanas, esperándola para ir a probar el menú el banquete.

Ella murió desangrada. El cadáver era el suyo, su cara, su cuello; las pertenencias eran suyas, su documentación, su ropa. Su olor, reconoció su olor por encima del hedor de la sangre y la muerte.

Bruno había visto a su novia y necesita saber qué había ocurrido, pero no tenía forma de localizarla o asegurar un nuevo encuentro.

Tras una hora pensando miró su tazón, y la tila seguía intacta. Se sirvió una copa de whisky, encendió la televisión y empezó a beber. Ya era un hábito; lo único que hacía desde que ella murió era beber, trabajar cada vez menos y peor, y ver la televisión.

A la mañana siguiente se despertó pasada la hora de ir a trabajar en el mismo sillón, con la misma ropa y una resaca del demonio. Creyó que se había despertado solo, pero entonces el teléfono volvió a sonar. Lo descolgó torpemente y volvió a sentarse.

-Hola, soy yo. -Era ella. Bruno, paralizado, no respondió. -Espero no haberte despertado. Te he llamado al móvil pero está apagado. Bueno, tenemos que vernos. Ayer no fui capaz de darte explicaciones.

Su voz sonaba áspera, átona, carente de interés. Definitivamente no sonaba enamorada. Bruno seguía sin responder.

-En fin, sé que me estás escuchando y sé que eres tú, me han dicho que sigues viviendo ahí. Voy a ir al cajero y luego hacia el paseo del río, a la altura del Puente Colgante. Te espero allí, no tengo prisa. Hasta luego, Magú.

Al oír su apodo, que sólo usaba ella, una punzada le atravesó el estómago. Siguió sujetando el teléfono en la mano derecha aún después de que ella colgase. Finalmente colgó él también, y fue a darse una ducha.

Su amada había vuelto de entre los muertos; acababa de constatar el hecho, de modo que no se había vuelto loco. Sin embargo, tal vez ésta fuese una alucinación prolongada en el tiempo, vívida, tangible. Mientras se secaba el cuerpo con la toalla que ella solía usar, decidió disfrutar de esa nueva oportunidad a su lado, aún en el caso de que fuese dentro de su imaginación.

Llegó sólo veinte minutos después, sin haber desayunado; antes de que llegase hasta donde ella estaba, Eva echó a andar hacia un merendero cercano, semi oculto por unos sauces, y se sentó. Bruno se sentó frente a ella, sin atreverse a abrazarla o besarla.

Eva parecía tan fría e inclemente como aquel mes de noviembre.

-Hola. -Bruno la saludó con entusiasmo contenido.

-Hola. -Eva trató de ser amable- Me alegro de verte.

-Y yo a ti… ¿cómo…?

Eva no esperó a que formulase la pregunta. -Vale, esto que te voy a contar es muy fuerte, pero no hay forma de edulcorarlo: he resucitado. Sí, esa es la palabra, he vuelto a la vida. Bueno, no lo he hecho yo sola, lo ha conseguido un especialista en terapia génica. Todo estaba planeado; sé que debí habértelo contado, pero no sabía cómo.

Eva hizo una pausa esperando una reacción de Bruno, pero no la obtuvo. Continuó: -El caso es que hace un año un compañero de facultad me habló de este especialista, que estaba experimentando técnicas de reparación celular en enfermos de cáncer y necesitaba sujetos sanos, como control. Nos iba a pagar una cantidad simbólica pero me venía bien. De modo que me presenté allí y tras algunas pruebas, me ofreció participar en un proyecto… más allá de mi muerte. Me pareció una locura, pero él dijo que yo era un buen sujeto experimental porque veía mis ganas de vivir.

-No… no entiendo… -Bruno estaba convencido de que despertaría de un mal sueño de un momento a otro.

-Ya, bueno, nunca fuiste muy rápido. Voy al grano: él es el primer especialista del mundo en “Restauración de las Constantes Vitales y Reposición de Variables Celulares en Cuerpos Intactos”. Esto implica que la vuelta a la vida se tenía que producir antes de que mi cuerpo se deteriorase demasiado. Pero él no podía actuar en mi cuerpo antes de la muerte, porque sus experimentos requerían que mis órganos se detuviesen.

-Pero te enterramos. Yo estuve allí.

-Esa no era yo.

-¡Joder, yo velé tu cuerpo! ¡Estabas ahí, estabas fría! ¡Te maquillaron como a una puta, todo el mundo lo dijo! -Bruno temblaba con la excitación y la confusión.

Ella miró a la mesa durante largo tiempo, y empezó a hablar como si llevase su discurso preparado.

-Viste lo que viste: yo estaba muerta. Pero como te he dicho, todo estaba preparado. No te sientas estúpido, no lo sabe nadie más. Este especialista está infiltrado en funerarias y hospitales, así que recibió una alerta cuando registraron la entrada de mi cadáver en el depósito. En el momento adecuado recogió mi cuerpo y lo sustituyó por otro de una chica sin identificar, para que hubiese algo parecido en la caja en caso de que alguien quisiera abrirla. Hizo un buen trabajo maquillándola, se parece a mí, la vi en una foto después de… volver. Por eso me maquillaron tanto y tan mal a mí, para facilitar la imitación. Me llevó a su clínica, a él no le gusta llamarla laboratorio, y allí me conservó una semana. Estuvo manteniendo mis tejidos en buen estado, induciendo procesos enzimáticos para restablecer el funcionamiento de mis órganos, y en el momento adecuado me trajo de vuelta.

-¿Cómo? ¿Usando la energía de un rayo? -bromeó él, tratando de ser escéptico frente a la evidencia.

-Yo estaba sumergida en un metal fundido en frío, un superconductor eléctrico patentado por él, y al poner en contacto la chispa de un generador de alto voltaje, ocurrió.

El caso es que hice todo esto por un motivo: yo quería otra oportunidad. Aún no había acabado mi carrera, me estaba preparando para unas pruebas en un equipo profesional de voleibol, que como sabes era mi pasión, mi hermana estaba embarazada de gemelos… eran demasiadas cosas las que estaban ocurriendo, y no quería ni pensar en perdérmelas.

-Además, te ibas a casar. -Musitó él con la mirada perdida.

-Sí, bueno, ya hablaremos de eso. -Eva volvió a centrarse en su relato, molesta. -Total, me decidí por eso aunque luego requirió una gran inversión, porque era muy joven y merecía la pena intentarlo.

Bruno se sintió herido por su frialdad y en ese momento se dio cuenta de qué era lo que tanto le inquietaba se su nuevo aspecto. Además de estar pálida, demacrada, y de aquella espantosa cicatriz en el cuello que trataba de disimular con un pañuelo… eran sus ojos. Sus ya de por sí intensos ojos verdes brillaban más que nunca, y no tenían un tono extraño alrededor del iris, ni siquiera inyectado en sangre, o amarillento: era gris. Un gris acuoso que hacía parecer a Eva una bruja, un monstruo, una banshee

-Disculpa que no pueda seguir tu historia, pero hay algo perverso en todo esto, quiero decir… tu tiempo se había terminado. Yo deseé con todas mis fuerzas que no fuese así, pero aquel era tu fin.

-Fue una muerte prematura, no tenía que haber ocurrido. Verás, todo está en tus cromosomas. En los extremos de los mismos están los telómeros, que determinan el número de veces que se van a dividir las células. Alargando los telómeros, alargas la vida de un tejido. Estas investigaciones comenzaron para combatir el cáncer. ¿Me sigues?

-No mucho, pero continúa, por favor.

-Este doctor considera que, si bien por el momento es difícil alargar la vida del paciente manipulando los telómeros para que aumente su duración hasta límites sobrehumanos, todos deberíamos poder vivir lo que estamos destinados a vivir. Y si morimos por causas sobrevenidas, nos da una nueva oportunidad.

-¿Entonces todos podemos saber cuánto vamos a vivir?

-No exactamente, pero podemos conocer nuestra esperanza de vida en función de antecedentes de enfermedades, longevidad de nuestros antepasados… y por la longitud de nuestros telómeros. Ha calculado que no moriré antes de los setenta y seis.

-A menos que tuvieses un accidente.

-Sí, a menos que tuviese un accidente. -Eva se miró las manos, tensa. Llevaba las uñas más largas que antes, o tal vez su piel se había retraído, como Bruno había leído que les ocurría a los cadáveres. Él disimuló su repentino asco.

Se tomó un tiempo para digerirlo todo.

-¿Y vas a casarte conmigo, o ya pasas?- El tono de Bruno estaba cargado de cinismo.

-Necesito un pitillo.

-¿Los resucitados fumáis? Así te vas a volver a morir pronto.

-Ya no recordaba tu repulsivo sentido del humor. -Encendió un cigarrillo -Supongo que no te interesa, pero hago casi todo lo que hacía antes, salvo dormir. Me meto en la cama, dejo pasar unas horas, mi cabeza descansa, y me relajo mucho. Es como la meditación… pero no duermo.

Bruno reconoció a su prometida en la joven flaca y nervuda, fumando con los puños de la chaqueta estirados hasta los dedos.

-Oye, ya sé que todo esto es muy raro… pero yo…

Ella se giró hacia él, extrañada.

-Te quiero. No me importa lo que haya pasado, para mí que tú hayas vuelto es un regalo. Estos meses han sido una pesadilla, yo… Yo pensé en matarme para irme contigo.

-Oye, no sigas, por favor… -la voz de Eva se quebraba por momentos- De verdad, déjalo.

-Quiero casarme contigo. Aunque sea en secreto, me casaré contigo.

Eva estalló, agobiada por tener que fingir: -¡Quería romper contigo! Por eso te llamé. Por eso tenía que verte. Bruno, yo te quería, ¿vale? Te quería, en eso nunca te mentí.

-Pero ahora no me quieres.

-No sé lo que siento, no sé si puedo sentir. Pero quería casarme, desde luego. Ya tenía mi trabajo, mi coche, íbamos a comprar una casa, y…

-Espera, ¿te ibas a casar por cumplir un trámite?

Eva se giró y clavó sus ojos extraños en él. -Tú eras mi novio, repito, yo te quería.

-No me amabas.

-No. Nunca me enamoré de ti, no sabía que eso era un requisito. No conozco a tanta gente que se case enamorada. Sencillamente están bien con alguien y se casan y tienen hijos, es lo que se hace.

-¿Y por qué no nos casamos ahora?

Por primera vez en mucho tiempo, incluso antes de morir, Eva se rio a carcajadas. -Tío, estoy muerta y me han reanimado. No soy la de antes, ¿vale?

-No me importa. Quiero decir… eso es secundario.

-Eh, que sí puedo tener sexo. Sólo que es… distinto, pero me gusta. Lo que quiero decir es que… se acabó, no me gusta lo que tengo ahora. He ido a ver a mis sobrinos y los he visto de lejos, me he despedido de lejos. Pensé que podría explicárselo a mi hermana, igual que te lo he explicado a ti. Pero no quiero asustarlos.

-No das miedo. -mintió.

-Sí lo doy, te lo noto. Lo noto incluso en gente que no me conoce, que vive donde ahora vivo yo, muy lejos de aquí, con una nueva identidad. Mis compañeros de piso disimulan porque son cosmopolitas, pero aún así… Me miran raro, notan que mi temperatura no es la normal. Mi especialista me reembolsó parte del precio por eso, no consiguió subirme de veinticinco grados.

-¿Cuánto te costó?

Eva lo miró ahora de forma culpable.

-Treinta mil. Tenía algo ahorrado de mis trabajos de verano, y además usé el dinero que me dieron mis padres para casarnos… En realidad nunca compré el vestido. No compré los anillos. Fui a la joyería a cancelar el encargo.

-Pero te mataron por ellos.

-No. Me atracaron, pero no llevaba nada y me resistí. Es lo que trataba de explicarte… yo iba a cancelar la boda. Iba a decírtelo, pero no pude. Cambié de idea, ya no quería casarme.

Bruno se quitó las gafas y se frotó la cara, tratando de pensar. Sólo acertó a preguntarle:

-¿Dónde vives?

-Cerca de Londres. Mi especialista tiene la clínica en Whitechapel, y tengo que volver cada cierto tiempo para comprobar mis niveles de telomerasa y mis constantes vitales, o sea, las nuevas. Yo no puedo ir a un médico normal si me pongo enferma: tengo la tensión entre dos y seis, mi pulso es muy lento. Tengo alquilada una habitación en un barrio tranquilo. Me gusta, y aunque hace frío, a mí no me afecta. Nadie pide explicaciones ni se mete en mi vida, y voy tirando con el dinero que me devolvió mi especialista, pero no me atrevo a buscar un trabajo.

-Mujer, en las ciudades grandes las cosas son distintas, hay gente de todo tipo.

-Yo soy muy diferente, demasiado diferente. Tú no lo entiendes, la gente me mira muy mal.

Bruno notó que ella tenía ganas de llorar, pero algo se lo impedía. Algo físico: era como si no tuviese lágrimas.

-No soy humana, ¿comprendes? Yo sabía que no lo sería, pero aún así acepté hacerlo porque quería seguir disfrutando de mi vida. Pero esto es otra cosa. Yo soy otra cosa.

-Tiene que haber alguna forma de ayudarte, tu dichoso especialista tiene que tener algún as en la manga. ¿No hay más como tú?

-Sí. Pero eran mayores que yo cuando esto les sucedió, más experimentados, y más solitarios, no necesitan la compañía de nadie. De todos modos, todos ellos están deprimidos.

-Lo siento mucho.

-Por eso… bueno, hay otra cosa que tengo que decirte. No aguanto estar así. De verdad, lo he intentado, pero cada mañana me levanto deseando que el día sea diferente. Todo es insípido, no percibo las cosas como antes. Y la gente…

-Que le den a la gente, pasa de ellos. También miran mal a otros por otros motivos, pero por eso estás más a gusto allá, ¿no? Pues vive a tu aire. Además, siempre puedes medicarte, ¿no?

Eva sonrió amargamente pero agradecida, viendo los intentos que hacía Bruno por animarla. -No, nada de lo que tomase me podría ayudar. Mi cerebro no funciona como antes, su bioquímica es distinta a la de la gente normal, para la que se hacen los antidepresivos.

-Pues lo siento mucho, ojalá pudiese hacer algo.

-Cielo, no tienes que hacer nada. Ya está todo planeado. Me vuelvo mañana a Inglaterra, y cuando me sienta preparada…

-¿Vas a suicidarte?- Exclamó Bruno.

-No, no hace falta. No creo que pudiese hacerlo. Esto estaba contemplado en el contrato que firmé, por eso pagué dos mil euros más del paquete estándar, él se encargará. Lo único que tiene que hacer la próxima vez que vaya a verlo es inyectarme una sustancia cuando me haga análisis para controlar mis constantes.

-No. -Repuso él, rotundo.

-¿No qué?

-No lo hagas, olvídalo. No puedes morirte ahora.

-Ya te lo he explicado, esto es una mierda. Fui a ver a mis sobrinos porque era una tarea pendiente, pero no sentí nada, ¿comprendes? No me alegré de verlos, en realidad no puedo alegrarme de verte a ti ahora aunque quiera.

-¿Y qué? Nunca fuiste una sentimental. Por favor, piénsalo. Tienes una segunda oportunidad, puedes hacer muchas cosas, y ser feliz de algún modo.

-Ni siquiera puedo trabajar.

-¡Claro que puedes! -Bruno lo apostó todo a una carta. -Llevas una chaqueta muy bonita, ¿a que la has hecho tú?

-Sí. -Eva frunció el ceño, más arrugado que antes.

-Yo te recuerdo calcetando en tus ratos libres, y a la gente le gustaba lo que hacías. Ahora todo eso está de moda, ¿no? Puedes tejer y vender ropa por internet, o en un puesto en la calle. Seguro que la gente comprará tus chaquetas, bufandas, y lo que sea, ¡vives en Inglaterra!

-Bruno, es muy bonito esto que estás haciendo… pero estoy condenada a estar sola, soy un monstruo. Lo que me mantiene en este mundo son los experimentos de un bioquímico que ha encontrado una fórmula para controlar mis cromosomas.

A él se le terminó de partir el corazón al fijarse bien en su boca y darse cuenta su interior no era rosado, sino de un tono violeta apagado. Además, también sus encías se habían retraído. A él siempre le hicieron gracia sus dientes pequeños, pero ahora se veían alargados.

Juntó todo el valor de que fue capaz y le cogió las manos, heladas como si ella aún estuviese en la caja.

-No estás sola. Me tienes a mí.

-Acabo de dejarte, idiota.

-Pero soy tu amigo, desde ya. Aunque estés lejos, me tienes aquí para ti, y podría ir a verte alguna vez. Nunca he salido de Valladolid, e Inglaterra debe de ser muy bonito.

-Eres un encanto, por eso me gustabas. Vale, tengo un amigo. No está mal para empezar…

-¿E internet? ¿no haces amigos por internet? Estoy seguro de que ya has conocido gente.

-Sí, estoy metida en algún foro y alguna red social…

-Pues sigue con ello, pásalo bien. Habla con gente a diario, yo también lo hago. Mira, si te metes a fondo con lo de tejer ropa, conocerás gente de muchos sitios, y no tienes que quedar en persona si no quieres.

Eva enmudeció, se sorprendió a si misma considerando la idea. Vivir hacia dentro. Vivir a su modo, haciendo productivas sus largas noches en vela. También se le daba bien hacer galletas. Podría trabajar desde casa y enviar sus pedidos por mensajería, así se sentiría más a salvo que vendiendo al público. Vivir sin ser vista, pero rodeada de gente. Podría funcionar. Ella no quería morirse… otra vez.

-Mira, sé que no lo vas a decidir ahora, pero por favor, piénsalo. No hagas nada antes de volver a hablar conmigo. No te rindas tan pronto, te lo ruego. Incluso aunque no volviese a verte, sólo deseo que seas feliz.

Eva juntó las manos y se las llevó a los labios, conmovida.

-Pero qué tonto eres. Ven, dame un abrazo. -Eva se levantó y se acercó a él, que ya estaba de pie, expectante. Lo abrazó, y él sintió que el alma se le hacía añicos. Sintió el frío, la delgadez, la falta de aliento; aquella era la Muerte. Su prometida era un saco de huesos que le susurraba palabras dulces.

Aspiró el aire sobre su piel… pero nada, su olor había desaparecido. Tampoco olía mal. Olía a algo entre el suelo mojado después de la lluvia y las tizas de la escuela: anodino, inocuo, inerte. De todos modos la abrazó con fuerza y ella trató de responder.

Cuando Bruno abrió los ojos, aún apretando el abrazo, ella ya no estaba. Notó algo en su bolsillo y sacó una papelito que ella había metido con su dirección e-mail. Lo apretó contra su pecho y se fue a casa. Lloró desconsoladamente durante una hora seguida. Luego su cuerpo quedó laxo, y su cabeza despejada. Una media sonrisa apareció en su cara y se quedó allí para siempre.

Ambos mantuvieron contacto a través del correo electrónico, normalmente era él quien escribía, y ella respondía a veces, siempre con amabilidad y gratitud.

Bruno buscó por su cuenta los avances logrados en la investigación con los telómeros y le telomerasa y descubrió que ya era posible alargar sensiblemente la vida de las células más allá de lo que estaban programadas en principio. Algunos investigadores sugerían que, si bien las consecuencias de estos experimentos eran impredecibles, podían solventar las muertes por cáncer prematuro y otras enfermedades congénitas en gente joven.

Pensó en si mismo y en Eva. Ella lo había rechazado y él no pensaba volver a declararse para no agobiarla, pero… en un futuro lejano cualquier cosa podría pasar. Ella podría volver a sentirse atraída por él, quizá. Y la posibilidad de vivir una época desconocida era tan atractiva que incluso si no volvían a encontrarse, merecería la pena intentarlo.

Tras un tiempo sin saber de ella, una noche Bruno vio una solicitud de amistad al entrar en Facebook. Era de Madeleine the Knitter, la cuenta de una artesana en confección de lana, con imágenes de gran calidad mostrando sus diseños. Bruno reconoció el estilo de Eva en los colores vivos y la composición de las fotografías, muy cuidadas. La aceptó y además se decidió a agregar como amigo a Beyond Health Chromosomic Solutions Whitechapel Ltd, compañía situada en Londres.

Bruno metió otros cinco euros en el bote donde ahorraba lo que ya no gastaba en bebida. Aunque el bote no tenía nombre, él sabía para qué iba a utilizar el dinero.

 

(Este relato fue publicado originalmente en este blog en noviembre de 2015)

El amor

Otro extracto de «lo que sea» que estoy haciendo, que me está gustando mucho:

 

Es difícil saber si estás enamorado, pero creo que si esto fuese una guerra, lo sabría. Siento que sería capaz de luchar por él con todas mis ganas, como una fiera, una fiera protectora. No querría morir por él, porque preferiría seguir viviendo para estar juntos; mataría por él, sin duda. Y él lo haría por mí. Juntos o cada uno por su cuenta, pero por la supervivencia del otro.

Hasta aquí, esto es algo que puedes sentir por un amigo.

Pero para mí la diferencia es que al volver a casa, empapados en sudor y sangre, exhaustos, y arrastrando el dolor inmenso, querría seguir cuidando de él, limpiando y curando sus heridas, con paciencia y cariño. No querría hablar, no le haría hablar. Entre dos amantes sobran muchas palabras.

Tiene que haber complicidad, para contarnos casi todo, pero no constantemente.

Y entonces nos iríamos a dormir, aunque costase dormir. Él me abrazaría y me acompañaría en el sueño, y me consolaría cuando tuviese pesadillas, musitando palabras dulces en mi oído y besando mi cuello tembloroso.

Vértigo -y II- (relato fantástico)

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Aquí puedes leer la primera parte

-Disculpa que no pueda seguir tu historia, pero hay algo perverso en todo esto, quiero decir… tu tiempo se había terminado. Yo deseé con todas mis fuerzas que no fuese así, pero aquel era tu fin.

-Fue una muerte prematura, no tenía que haber ocurrido. Verás, todo está en tus cromosomas. En los extremos de los mismos están los telómeros, que determinan el número de veces que se van a dividir las células. Alargando los telómeros, alargas la vida de un tejido. Estas investigaciones comenzaron para combatir el cáncer. ¿Me sigues?

-No mucho, pero continúa, por favor.

-Este doctor considera que, si bien por el momento es difícil alargar la vida del paciente manipulando los telómeros para que aumente su duración hasta límites sobrehumanos, todos deberíamos poder vivir lo que estamos destinados a vivir. Y si morimos por causas sobrevenidas, nos da una nueva oportunidad.

-¿Entonces todos podemos saber cuánto vamos a vivir?

-No exactamente, pero podemos conocer nuestra esperanza de vida en función de antecedentes de enfermedades, longevidad de nuestros antepasados… y por la longitud de nuestros telómeros. Ha calculado que no moriré antes de los setenta y seis.

-A menos que tuvieses un accidente.

-Sí, a menos que tuviese un accidente. -Eva se miró las manos, tensa. Llevaba las uñas más largas que antes, o tal vez su piel se había retraído, como Bruno había leído que les ocurría a los cadáveres. Él disimuló su repentino asco.

Se tomó un tiempo para digerirlo todo.

-¿Y vas a casarte conmigo, o ya pasas?- El tono de Bruno estaba cargado de cinismo.

-Necesito un pitillo.

-¿Los resucitados fumáis? Así te vas a volver a morir pronto.

-Ya no recordaba tu repulsivo sentido del humor. -Encendió un cigarrillo -Supongo que no te interesa, pero hago casi todo lo que hacía antes, salvo dormir. Me meto en la cama, dejo pasar unas horas, mi cabeza descansa, y me relajo mucho. Es como la meditación… pero no duermo.

Bruno reconoció a su prometida en la joven flaca y nervuda, fumando con los puños de la chaqueta estirados hasta los dedos.

-Oye, ya sé que todo esto es muy raro… pero yo…

Ella se giró hacia él, extrañada.

-Te quiero. No me importa lo que haya pasado, para mí que tú hayas vuelto es un regalo. Estos meses han sido una pesadilla, yo… Yo pensé en matarme para irme contigo.

-Oye, no sigas, por favor… -la voz de Eva se quebraba por momentos- De verdad, déjalo.

-Quiero casarme contigo. Aunque sea en secreto, me casaré contigo.

Eva estalló, agobiada por tener que fingir: -¡Quería romper contigo! Por eso te llamé. Por eso tenía que verte. Bruno, yo te quería, ¿vale? Te quería, en eso nunca te mentí.

-Pero ahora no me quieres.

-No sé lo que siento, no sé si puedo sentir. Pero quería casarme, desde luego. Ya tenía mi trabajo, mi coche, íbamos a comprar una casa, y…

-Espera, ¿te ibas a casar por cumplir un trámite?

Eva se giró y clavó sus ojos extraños en él. -Tú eras mi novio, repito, yo te quería.

-No me amabas.

-No. Nunca me enamoré de ti, no sabía que eso era un requisito. No conozco a tanta gente que se case enamorada. Sencillamente están bien con alguien y se casan y tienen hijos, es lo que se hace.

-¿Y por qué no nos casamos ahora?

Por primera vez en mucho tiempo, incluso antes de morir, Eva se rio a carcajadas. -Tío, estoy muerta y me han reanimado. No soy la de antes, ¿vale?

-No me importa. Quiero decir… eso es secundario.

-Eh, que sí puedo tener sexo. Sólo que es… distinto, pero me gusta. Lo que quiero decir es que… se acabó, no me gusta lo que tengo ahora. He ido a ver a mis sobrinos y los he visto de lejos, me he despedido de lejos. Pensé que podría explicárselo a mi hermana, igual que te lo he explicado a ti. Pero no quiero asustarlos.

-No das miedo. -mintió.

-Sí lo doy, te lo noto. Lo noto incluso en gente que no me conoce, que vive donde ahora vivo yo, muy lejos de aquí, con una nueva identidad. Mis compañeros de piso disimulan porque son cosmopolitas, pero aún así… Me miran raro, notan que mi temperatura no es la normal. Mi especialista me reembolsó parte del precio por eso, no consiguió subirme de veinticinco grados.

-¿Cuánto te costó?

Eva lo miró ahora de forma culpable.

-Treinta mil. Tenía algo ahorrado de mis trabajos de verano, y además usé el dinero que me dieron mis padres para casarnos… En realidad nunca compré el vestido. No compré los anillos. Fui a la joyería a cancelar el encargo.

-Pero te mataron por ellos.

-No. Me atracaron, pero no llevaba nada y me resistí. Es lo que trataba de explicarte… yo iba a cancelar la boda. Iba a decírtelo, pero no pude. Cambié de idea, ya no quería casarme.

Bruno se quitó las gafas y se frotó la cara, tratando de pensar. Sólo acertó a preguntarle:

-¿Dónde vives?

-Cerca de Londres. Mi especialista tiene la clínica en Whitechapel, y tengo que volver cada cierto tiempo para comprobar mis niveles de telomerasa y mis constantes vitales, o sea, las nuevas. Yo no puedo ir a un médico normal si me pongo enferma: tengo la tensión entre dos y seis, mi pulso es muy lento. Tengo alquilada una habitación en un barrio tranquilo. Me gusta, y aunque hace frío, a mí no me afecta. Nadie pide explicaciones ni se mete en mi vida, y voy tirando con el dinero que me devolvió mi especialista, pero no me atrevo a buscar un trabajo.

-Mujer, en las ciudades grandes las cosas son distintas, hay gente de todo tipo.

-Yo soy muy diferente, demasiado diferente. Tú no lo entiendes, la gente me mira muy mal.

Bruno notó que ella tenía ganas de llorar, pero algo se lo impedía. Algo físico: era como si no tuviese lágrimas.

-No soy humana, ¿comprendes? Yo sabía que no lo sería, pero aún así acepté hacerlo porque quería seguir disfrutando de mi vida. Pero esto es otra cosa. Yo soy otra cosa.

-Tiene que haber alguna forma de ayudarte, tu dichoso especialista tiene que tener algún as en la manga. ¿No hay más como tú?

-Sí. Pero eran mayores que yo cuando esto les sucedió, más experimentados, y más solitarios, no necesitan la compañía de nadie. De todos modos, todos ellos están deprimidos.

-Lo siento mucho.

-Por eso… bueno, hay otra cosa que tengo que decirte. No aguanto estar así. De verdad, lo he intentado, pero cada mañana me levanto deseando que el día sea diferente. Todo es insípido, no percibo las cosas como antes. Y la gente…

-Que le den a la gente, pasa de ellos. También miran mal a otros por otros motivos, pero por eso estás más a gusto allá, ¿no? Pues vive a tu aire. Además, siempre puedes medicarte, ¿no?

Eva sonrió amargamente pero agradecida, viendo los intentos que hacía Bruno por animarla. -No, nada de lo que tomase me podría ayudar. Mi cerebro no funciona como antes, su bioquímica es distinta a la de la gente normal, para la que se hacen los antidepresivos.

-Pues lo siento mucho, ojalá pudiese hacer algo.

-Cielo, no tienes que hacer nada. Ya está todo planeado. Me vuelvo mañana a Inglaterra, y cuando me sienta preparada…

-¿Vas a suicidarte?- Exclamó Bruno.

-No, no hace falta. No creo que pudiese hacerlo. Esto estaba contemplado en el contrato que firmé, por eso pagué dos mil euros más del paquete estándar, él se encargará. Lo único que tiene que hacer la próxima vez que vaya a verlo es inyectarme una sustancia cuando me haga análisis para controlar mis constantes.

-No. -Repuso él, rotundo.

-¿No qué?

-No lo hagas, olvídalo. No puedes morirte ahora.

-Ya te lo he explicado, esto es una mierda. Fui a ver a mis sobrinos porque era una tarea pendiente, pero no sentí nada, ¿comprendes? No me alegré de verlos, en realidad no puedo alegrarme de verte a ti ahora aunque quiera.

-¿Y qué? Nunca fuiste una sentimental. Por favor, piénsalo. Tienes una segunda oportunidad, puedes hacer muchas cosas, y ser feliz de algún modo.

-Ni siquiera puedo trabajar.

-¡Claro que puedes! -Bruno lo apostó todo a una carta. -Llevas una chaqueta muy bonita, ¿a que la has hecho tú?

-Sí. -Eva frunció el ceño, más arrugado que antes.

-Yo te recuerdo calcetando en tus ratos libres, y a la gente le gustaba lo que hacías. Ahora todo eso está de moda, ¿no? Puedes tejer y vender ropa por internet, o en un puesto en la calle. Seguro que la gente comprará tus chaquetas, bufandas, y lo que sea, ¡vives en Inglaterra!

-Bruno, es muy bonito esto que estás haciendo… pero estoy condenada a estar sola, soy un monstruo. Lo que me mantiene en este mundo son los experimentos de un bioquímico que ha encontrado una fórmula para controlar mis cromosomas.

A él se le terminó de partir el corazón al fijarse bien en su boca y darse cuenta su interior no era rosado, sino de un tono violeta apagado. Además, también sus encías se habían retraído. A él siempre le hicieron gracia sus dientes pequeños, pero ahora se veían alargados.

Juntó todo el valor de que fue capaz y le cogió las manos, heladas como si ella aún estuviese en la caja.

-No estás sola. Me tienes a mí.

-Acabo de dejarte, idiota.

-Pero soy tu amigo, desde ya. Aunque estés lejos, me tienes aquí para ti, y podría ir a verte alguna vez. Nunca he salido de Valladolid, e Inglaterra debe de ser muy bonito.

-Eres un encanto, por eso me gustabas. Vale, tengo un amigo. No está mal para empezar…

-¿E internet? ¿no haces amigos por internet? Estoy seguro de que ya has conocido gente.

-Sí, estoy metida en algún foro y alguna red social…

-Pues sigue con ello, pásalo bien. Habla con gente a diario, yo también lo hago. Mira, si te metes a fondo con lo de tejer ropa, conocerás gente de muchos sitios, y no tienes que quedar en persona si no quieres.

Eva enmudeció, se sorprendió a si misma considerando la idea. Vivir hacia dentro. Vivir a su modo, haciendo productivas sus largas noches en vela. También se le daba bien hacer galletas. Podría trabajar desde casa y enviar sus pedidos por mensajería, así se sentiría más a salvo que vendiendo al público. Vivir sin ser vista, pero rodeada de gente. Podría funcionar. Ella no quería morirse… otra vez.

-Mira, sé que no lo vas a decidir ahora, pero por favor, piénsalo. No hagas nada antes de volver a hablar conmigo. No te rindas tan pronto, te lo ruego. Incluso aunque no volviese a verte, sólo deseo que seas feliz.

Eva juntó las manos y se las llevó a los labios, conmovida.

-Pero qué tonto eres. Ven, dame un abrazo. -Eva se levantó y se acercó a él, que ya estaba de pie, expectante. Lo abrazó, y él sintió que el alma se le hacía añicos. Sintió el frío, la delgadez, la falta de aliento; aquella era la Muerte. Su prometida era un saco de huesos que le susurraba palabras dulces.

Aspiró el aire sobre su piel… pero nada, su olor había desaparecido. Tampoco olía mal. Olía a algo entre el suelo mojado después de la lluvia y las tizas de la escuela: anodino, inocuo, inerte. De todos modos la abrazó con fuerza y ella trató de responder.

Cuando Bruno abrió los ojos, aún apretando el abrazo, ella ya no estaba. Notó algo en su bolsillo y sacó una papelito que ella había metido con su dirección e-mail. Lo apretó contra su pecho y se fue a casa. Lloró desconsoladamente durante una hora seguida. Luego su cuerpo quedó laxo, y su cabeza despejada. Una media sonrisa apareció en su cara y se quedó allí para siempre.

Ambos mantuvieron contacto a través del correo electrónico, normalmente era él quien escribía, y ella respondía a veces, siempre con amabilidad y gratitud.

Bruno buscó por su cuenta los avances logrados en la investigación con los telómeros y le telomerasa y descubrió que ya era posible alargar sensiblemente la vida de las células más allá de lo que estaban programadas en principio. Algunos investigadores sugerían que, si bien las consecuencias de estos experimentos eran impredecibles, podían solventar las muertes por cáncer prematuro y otras enfermedades congénitas en gente joven.

Pensó en si mismo y en Eva. Ella lo había rechazado y él no pensaba volver a declararse para no agobiarla, pero… en un futuro lejano cualquier cosa podría pasar. Ella podría volver a sentirse atraída por él, quizá. Y la posibilidad de vivir una época desconocida era tan atractiva que incluso si no volvían a encontrarse, merecería la pena intentarlo.

Tras un tiempo sin saber de ella, una noche Bruno vio una solicitud de amistad al entrar en Facebook. Era de Madeleine the Knitter, la cuenta de una artesana en confección de lana, con imágenes de gran calidad mostrando sus diseños. Bruno reconoció el estilo de Eva en los colores vivos y la composición de las fotografías, muy cuidadas. La aceptó y además se decidió a agregar como amigo a Beyond Health Chromosomic Solutions Whitechapel Ltd, compañía situada en Londres.

Bruno metió otros cinco euros en el bote donde ahorraba lo que ya no gastaba en bebida. Aunque el bote no tenía nombre, él sabía para qué iba a utilizar el dinero.