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Leire resopló. Acababa de pedir a su compañero, el detective Salvador Arribas, que entrase en su despacho para seguir con el trabajo, porque no quería estar en la estancia común del departamento. Ya no podía pensar. Salvador no sabía si eso podría ayudar. A sus cincuenta y cuatro años había pasado por ese punto muchas veces: el bloqueo en una investigación, cuando nada parece tener sentido, y uno se toma un respiro para meditar. La mayoría de las veces eso no servía de nada. Sus ojos marrones, arrugados y relativamente atractivos habían visto muchos casos archivados, y sus enormes manos habían llevado muchas pruebas al almacén, y las habían metido en cajas con etiquetas para que durmieran el sueño de los justos. Pero Leire era demasiado terca como para no hacerle caso, y demasiado lista como para que aquel esfuerzo no mereciese la pena. De modo que el detective llevó sus casi dos metros y sus ciento diez kilos al interior del despacho.
—Estoy harta y solo ha pasado un día —dijo—. No hay pistas, no hay testigos, parece que esa chica apareció muerta por arte de magia.
—Vamos, anímate —respondió Salvador—. Ayer identificamos a la víctima, y ya tenemos una lista de sospechosos bastante larga.
—Sí, eso es—replicó Leire—. Tenemos una lista enorme de sospechosos, son sesenta —Se dejó caer en la silla de oficina y dejó caer su cabeza en la mesa por un segundo. Luego la levantó—. Y no hemos encontrado los brazos.
—Aún es pronto, vamos bien —respondió Salvador, tratando de calmarla—. Seguimos intentando encontrarlos en los vertederos y las plantas de residuos de los hospitales. De momento no podemos hacer más. Y de esos sesenta, descartaremos los que no tengan una coartada firme.
—Podemos y debemos hacer algo más. Los padres de la chica van a llegar de un momento a otro. Ni siquiera hemos encontrado su bolso.
—Vale, te diré lo que vamos a hacer. Vamos a mirar lo que tenemos.
Salvador se levantó, trajo al despacho de Leire una pizarra Vileda y la apoyó contra una pared, frente al escritorio. Comenzó a escribir palabras clave en lugares separados, para poder unirlas después. Leire estaba entretenida mirando mensajes personales en su móvil, porque no quería hacerle caso.
—Bien, tenemos la identidad de la víctima, a falta de la identificación por parte de sus padres, y por su ADN —retomó Salvador—, tenemos una lista de sospechosos y tenemos una línea de investigación basada en Liliana. —Salvador escribió “Liliana” en letras tan grandes como “Tamara”—. Sabemos que probablemente el asesino está relacionado con ella y con su banda.
Leire miraba la pizarra fingiendo que no tenía interés.
—Tamara era de Granada. —Salvador hizo un croquis del mapa de España y señaló ambas ciudades—. Desapareció hace tres semanas, durante las cuales nadie la vio por ninguna parte, y apareció muerta ayer por la mañana en un trastero del Sur de Madrid. —Delineó una línea temporal a la derecha de la pizarra—. No se han encontrado sus huellas en la escena del crimen, por lo cual es probable que ella nunca hubiese estado allí antes.
—Es genial —refunfuñó Leire, sin mirarle—. Absolutamente genial, me has animado de la hostia, gracias.
—Continúo —gruñó Salvador—. Tamara era una fan de la banda. El asesino es, o bien un fan loco, o un enemigo de Liliana.
—No creo que tenga enemigos, es un músico.
—Yo no lo descartaría. Es una exadicta, probablemente tenga deudas, y esta gente siempre triunfa a base de hacer chanchullos en el espectáculo, por lo que puede que deba favores.
—Vale, admito la propuesta —Leire se levantó y se acercó a la pizarra—. A ver si llega ella mañana y nos ayuda.
—Yo la considero sospechosa —afirmó Salvador, rodeando el nombre de la artista en color rojo.
—¿Sospechosa de qué? Tiene una coartada sólida, estaba a cinco mil kilómetros.
—Puede que no sea la autora material, pero seguro que está implicada. Piénsalo, un crimen ritual, con un escenario preparado, gente famosa y con pasta… Seguro que lo encargó ella.
—Hay otra cosa —dijo Leire, acercándose a la línea temporal—. Tenemos un agujero de tres semanas entre que la chica desaparece sin dejar rastro, y aparece muerta a cientos de kilómetros.
—Sí, habrá que reconstruir su historia para localizar al asesino.
—No solo eso —continuó Leire—, necesitamos saber qué pasó en ese tiempo para localizar los brazos.
—¿Cómo? Se los cortaron mientras estaba viva, pero las heridas eran muy recientes, así que estarán donde la mató, o muy cerca. Pero no nos sirven para nada.
—Piénsalo. —Leire se levantó y empezó a dibujar espirales, mientras pensaba—. Esto no es sólo una mutilación ritual, ni un mensaje para Lily, es algo más. Si solo fuese eso, los habría dejado al lado, ¿no? Formarían parte de la escena.
—No los podía dejar a la vista porque no quería que la identificásemos por las huellas.
—La íbamos a identificar de todas maneras, gracias a la canción. Fue fácil —contestó Leire—. Escucha, aquí hay algo más. Empiezo a pensar… empiezo a pensar que el asesino sabe que yo también soy seguidora suya.
—¿Qué? —exclamó Salvador— ¿Insinúas que sabe que te gustan los Silver Linings, que conoces sus canciones?
—Sí. —La expresión de Leire se ensombreció—. Y creo que está jugando conmigo.
Salvador se puso muy serio y cerró la puerta del despacho.
—Eso es muy grave. Explícate.
—Verás, yo… He estado revisando las fotos de Tamara en las redes sociales, y… esa foto donde sale con Lily y ella lleva el vestido azul, bueno… Yo estuve en ese concierto. No fui a back stage, pero estuve allí, en la sala Apolo. Era mi cumpleaños, me invitó mi exnovio.
—Así que el asesino quiere hacer daño a Lily, y escoge a la chica a la que ella le dedicó una canción, ¿pero también sabe que lo ibas a investigar tú? —preguntó Salvador, incrédulo— Eso es imposible, no podía saberlo.
—Tamara no era su musa, la canción tiene seis años —le corrigió Leire—. Lo que es seguro es que nos está dejando pistas y las estamos siguiendo, y me da la sensación de que las claves para encontrarlo a él son más complicadas, y tengo miedo de estar pasando por alto algo tan grande que cuando lo vea me sentiré humillada.
—Si se lo digo ahora mismo al comisario Vázquez, estás fuera del caso.
Leire lo miró a los ojos fijamente, apoyada en la mesa.
—Pero no vas a hacerlo.
—Acabas de admitir que estás involucrada.
—Y tú también lo estás —replicó Leire, firme— Llevas desde ayer sin dormir y casi sin comer, y ahora mismo estás sudando porque quieres resolver este caso. Tamara tenía dos años menos que tu hija cuando la mataron, y no vas a descansar hasta que cojas a ese cabrón. ¿Me equivoco?
—De acuerdo. —Salvador abrió los brazos, herido, en señal de rendición—. ¿Qué sugieres?
—No quiere que encontremos los brazos, y por eso nos ha permitido identificarla, para que pensemos que no son importantes— Leire volvió a enfrentarse a la pizarra, y cogió un rotulador azul—. Y estoy convencida de que lo son. Ahora, déjame pensar en alto un momento.
—Vale —respondió Salvador, expectante.
—Esta chica se fue de casa hace tres semanas, y nadie supo más de ella. —Leire dibujó una bifurcación que salía de “Tamara”.— Hay dos opciones, o fue secuestrada por el asesino, o se escapó de casa y él la encontró y la mató, pero eso es demasiada coincidencia, y estamos de acuerdo en que aquí no hay coincidencias.
—Te sigo.
—Si no la secuestró, cabe la posibilidad de que la encontrase deliberadamente, porque ella contactó con Lily o con alguien de su banda en algún momento. Si se fue voluntariamente, puede que necesitase dinero o recursos.
—Callejón sin salida, ninguno de ellos estaba en España.
—Bien. Volvamos a la noche de autos. —Leire dibujó otra línea temporal debajo de la anterior—. Lily aparece a las 6.45 de la mañana en la calle Méndez Álvaro, y no hay ni rastro de sangre ni testigos que oyesen gritos o golpes, ergo, fue asesinada en otra parte. Y el asesino dejó los brazos allí. El forense ha afinado la hora de la muerte en la una de la mañana. Son casi seis horas para mover el cadáver.
—Correcto.
—Pues yo digo que no la mató en Madrid. Sería demasiado fácil, piénsalo. Estamos buscando debajo de las piedras, pero sin salir del ayuntamiento, y algo me dice que es un error.
—Espera. ¿Crees que la mató en Granada?
—Creo que Tamara nunca salió de Granada. Creo que se fue de casa con él de forma voluntaria, piensa que si no hay signos de violencia es muy probable que lo conociese. Se fugan, ella se arrepiente, y por algún motivo él la mata y la mutila y se trae el cuerpo. Le habría dado tiempo de trasladarlo hasta aquí.
—Hay lagunas enormes en lo que acabas de decir, como por ejemplo que nadie se fuga de casa después de los dieciocho, pero sí estoy de acuerdo en que los brazos no están en Madrid porque no quiere que los encontremos. —Salvador dibujó una línea que unía “Madrid” y “Granada”—. Voy a hacerte un favor y voy a ignorar casi todo lo que has dicho, y vamos a suponer que no están aquí. Yo digo que tampoco están en Granada, es una ciudad de menos de trescientos mil habitantes. El asesino no se puede arriesgar a que los encontremos en un sitio tan pequeño.
—Vale. Entonces, en el camino. De todos modos, yo miraría en granjas y mataderos de la ciudad.
—Pero va a ser mucho más sencillo mirar en los mataderos y las granjas de la carretera entre aquí y allí —contravino Salvador, poniendo puntos desperdigados a los lados de la línea —. Terminaremos antes.
—Son más de cuatrocientos kilómetros.
—Piensa que son miles de kilómetros menos de lo que teníamos hasta ahora. —Salvador sonrió, satisfecho—. Bien, yo me pondré con eso. Tú, mientras tanto, reza para que los padres encuentren un atasco monumental en la autovía o una manifestación al entrar en la M40 y ponte a buscar canciones de ese grupo que hablen de coches.
—¿Qué?
—Hazme caso. A lo mejor el asesino no es tan listo como creemos y solo es un friki que quiere montar películas sangrientas usando el universo de su grupo favorito. No puedes descartar nada de momento. Tienes razón en que los brazos nos pueden dar mucha información, pero no te quedes con la idea de que él sabía que la identificaríamos de otro modo. Le viene muy bien que perdamos el tiempo. Y hay que saber por qué.
Lily cerró la bolsa de deporte y la maleta y revisó el contenido de su bolso de mano. Luego se hizo un sándwich con lo que quedaba en la nevera (su parte de la misma), se despidió de sus compañeras, que pululaban por el apartamento sin hacerle mucho caso, y salió de casa con tiempo de sobra para llegar en tren al aeropuerto JFK.
Cuando llevaba veinte minutos de recorrido, recibió una llamada de teléfono. Sacó su iPhone del bolsillo de la cazadora de cuero y leyó un número de teléfono de España. Lo cogió.
—¿Sí?
—Hola, soy la inspectora Leire Chamorro, de la brigada de homicidios de la policía judicial española. —Leire tomó aire para continuar— ¿Es usted Liliana Sandoval?
—Sí, soy yo. Ayer hablé con un compañero suyo, voy de camino al aeropuerto.
—Vaya. Bueno, lo que le quiero pedir es muy particular, y espero que no le cause un contratiempo.
—Dígame.
—Verá… —la voz de Leire sonaba pastosa, como si arrastrase las palabras, debido al cansancio y a lo mucho que le costaba asimilar todo aquello— Llevamos desde ayer tratando de aclarar muchas cosas de este caso, y hay algo que… Bueno, definitivamente el asesino o asesinos tienen una fijación con su música, y hemos averiguado algunos datos muy importantes acerca del crimen gracias a detalles relacionados con canciones suyas. La víctima era una fan de su banda musical.
Liliana sintió un escalofrió que restalló en la nuca, fue bajando por su espalda y sus piernas, y luego subió a sus brazos. Se quedó rígida y muda.
—Bien, quiero que haga lo siguiente —continuó Leire, reuniendo el valor—. Quiero que traiga todo lo que tenga guardado de las canciones que usted ha compuesto, letras, borradores, grabaciones inéditas… Sobre todo cosas que no hayan sido publicadas. Me da la impresión de que podría ser muy importante.
—Pero eso es imposible —respondió Liliana, tratando de reponerse—, eso no lo he publicado, así que aunque se trate de un fan loco, no podría conocerlo.
—Mire, no sé si es un fan o alguien que la conoce muy bien a usted, no sé si usted ha sacado fotos de ese material y las ha publicado en redes sociales, no sé si hay cintas pirata o lo que sea que hacen hoy en día los fans. Por favor, intente hacer lo que le digo.
Lily calculó mentalmente el tiempo del que disponía y decidió bajarse en la siguiente parada.
—De acuerdo, lo haré —resolvió Liliana, tras unos segundos—. Nos vemos mañana.
—Muchas gracias, hasta la vista.
Leire colgó el teléfono, lo usó para sacar una fotografía de la pizarra de su despacho y la borró. Se despidió de Salvador, se fue a su piso de la Latina y se metió en la cama.
Lily se bajó en la siguiente parada y cogió el metro para llegar al estudio de grabación Dragon’s Lair, en dirección Norte. Contaba con dos horas y media de margen antes de la salida del vuelo, pero solo una hora y media antes del cierre del mostrador de facturación. Era muy poco para coger lo que le hacía falta, pero parte de ella sabía que debía hacer lo que la inspectora le decía, porque tenía que hacer todo lo posible para resolver el caso. Por su propio bien.
Al llegar saludó a Jim, el portero, que ya la conocía de las tres últimas y tormentosas sesiones de su banda, y le pidió permiso para pasar al almacén donde estaba el material de Silver Linings, que habían dejado allí de forma temporal. Cogió su bajo y su guitarra con intención de llevárselos, y volvió a dejarlos en su sitio para no gastar demasiado facturando los instrumentos. Luego observó el almacén, con todos los equipos y las cajas de material, y se imaginó en su propio trastero, con el cuerpo de la chica a sus pies. Se le encogió el corazón.
Abrió la bolsa de deporte, sacó cosas que probablemente iba a utilizar en España, y que había cogido para que no las usasen sus compañeras, y las fue depositando en aquellas cajas del estudio que eran de su propiedad. Finalmente seleccionó las cintas y los papeles que eran solo suyos o suyos en su mayor parte, que no tuviesen muchas letras de los demás (lo cual era difícil), y fue acomodando todo en el espacio libre de la bolsa. La cerró y se encaminó de nuevo hacia el aeropuerto, con menos tiempo de margen del que querría. Se tranquilizó pensando que se había quitado casi todos los piercings, y con suerte no la entretendrían mucho en el control de pasajeros.
Por el camino volvió a pensar en la llamada de la inspectora. Llegó a la conclusión de que la consideraba sospechosa del asesinato, o al menos implicada en el mismo. Tal vez debería haber llamado a su abogado. De todos modos el que había contactado más veces vivía en Madrid, así que lo tendría cerca. Al llegar al aeropuerto subió en el ascensor con todas sus cosas hasta el mostrador de Iberia, y allí empezó a pesar su equipaje. Cuando iba a sacar la tarjeta de embarque, una mano larga y huesuda apareció por su costado y le quitó su pasaporte, que estaba encima del mostrador. Se volvió para tratar de recuperarlo y vio a Miguel, riéndose.
—Pero qué… Devuélveme eso, capullo —le regañó ella, cariñosamente—. ¿Qué puñetas haces aquí?
—Sabía que aún no te habrías ido —respondió él, y la abrazó—. Pillé el primer vuelo que salía de aquí y que podría coger al volver. Salí ayer de Seattle y hoy he aprovechado para ver a unos amigos en Manhattan.
—¿A unos amigos?
—Quien dice unos amigos, dice mi abogado —respondió, apesadumbrado—. Tía, esto nos va a joder pero bien. Pase lo que pase. Por eso no quería que fueses sola.
—Y porque sabes que es posible que te interroguen —replicó ella, cogiendo la tarjeta y su pasaporte—.
Miguel guardó silencio mientras facturaba sus maletas.
—¿Ya sabes quién es? —preguntó Miguel cuando se dirigían al control de seguridad— Digo la chica muerta.
—No, no me lo han querido decir —respondió Lily, mientras se quitaba sus accesorios y los dejaba en la bandeja—. Pero tengo una corazonada. Espero que no sea quien yo creo.