Este es el relato que envié hace dos meses al concurso literario «Premio Ripley». Era mi primer relato de ciencia ficción y fue una gran oportunidad para salir de mi zona de confort y atreverme con este género. Espero que os guste.
Era un día largo de finales de verano, pero en Sejmet la temperatura no subía de diez grados en aquella época. Sus días duraban diez horas y sus años, apenas cien días. Formaba parte del sistema Georgina, como luna de Atum, uno de sus tres planetas. Nun, la estrella blanca, centro del sistema proveía a la luna de una luz lechosa y escasa, ya que Sejmet era el cuerpo más alejado.
El viento era un habitante más de Sejmet, uno muy importante. Ahora, en verano, las ráfagas más fuertes eran de sólo doscientos kilómetros por hora, pero en días malos de invierno podían alcanzar los trescientos. El aire denso estabaintoxicado con partículas afiladas de sílice, cristal y metal procedentes de las factorías y las plantas de reciclaje que estaban en constante funcionamiento. Los habitantes de Sejmet debían llevar trajes de materiales muy resistentes, y taparse la cara con protecciones para salir de casa e ir al trabajo, el único recorrido que hacían.
Lorena siempre había vivido allí, así que para ella esta era la vida normal, pero no por ello era buena. Ella era una obrera clase C, cualificada pero controlada; el único motivo por el que llevaron a su madre a parir a esa luna fue para que su hija trabajase. Tenía derecho a una consola de vídeo, donde veía la programación autorizada y consultaba la información a la que tenían acceso los de su clase; este aparato proveía a los C de entretenimiento y de aspiraciones propias de los obreros B, no vigilados, que vivían en los planetas.
Lorena trabajaba en los aerogeneradores, ensamblando y reparando motores. Todas las fábricas y plantas de tratamiento de Sejmet estaban vigiladas en busca de cualquier actividad sospechosa. Los vigilantes eran androides toscos, y su parte orgánica era grotesca, montada con restos de cadáveres embalsamados o tejido artificial. Unos, los “H”, tenían cabeza, otros (los “N”) sólo un tronco y extremidades; las cabezas de los más “humanos” eran mucho más terribles que su mera ausencia. El cráneo artificial no estaba revestido de tejido orgánico de manera uniforme, sino que se distribuía en “parches” sobre las zonas donde los técnicos no tenían que acceder habitualmente; pero lo peor eran los ojos: no eran inertes, como los de cristal, sino que tenían una textura gelatinosa, y transmitían una expresión confusa y repulsiva.
Lorena tenía un gran sueño, que había empezado como empiezan muchos: por la publicidad. Había en Atum una colonia no industrial, llamada Shu, cuyos habitantes vivían de lo que recolectaban y de reutilizar los residuos de las grandes colonias. Según los anuncios de su consola, era un lugar tranquilo, donde se respiraba un aire saludable, y no había delincuencia. Era demasiado bueno para ser real, pero lo que le había tocado era demasiado malo para ser vivido. Ella había hecho planes, pero no era tan sencillo como largarse y vivir del cuento. Como trabajadora de la factoría estaban censada y controlada, y tenía un chip de localización alojado dentro de la corteza cerebral, de modo que si se lo quitaba perdería el habla. Esto fue algo premeditado por el Ministerio de Trabajo, para evitar conspiraciones; si algún obrero desertaba, no podría comunicarse ni con los que aún seguían trabajando, ni con los que hubieran escapado. Aún así, Lorena quería intentarlo, no tenía nada que perder.
Lorena estaba pelando boniatos para la cena, su alimentación habitual, además de carne en lata, de forma ocasional. Llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó, blandiendo un fleje de acero que tenía detrás de la puerta, más por costumbre que por temor real, ya que la estrecha vigilancia a la que eran sometidos no permitía demasiada delincuencia.
—Suelta eso y déjame entrar —respondió una voz femenina y condescendiente.
Andrea, la piloto amiga de Lorena, era más alta que ella, y podía verla por el tragaluz
—Pasa —respondió Lorena, mientras abría.
Andrea observó la estancia, que empezaba a llenarse de la luz violeta azulada, que venía de la estrella Nun cuando empezaba a ponerse. Había cosas por todas partes, pero el conjunto estaba muy ordenado. Lorena permanecía en el centro, expectante.
—Traigo novedades, no sé si querrás saberlas todas —dijo Andrea, dejándose caer en el sillón.
—Malas noticias, supongo —se lamentó Lorena. Luego se apoyó en la raquítica repisa de la cocina, frente a la mujer, que era mayor que ella.
Andrea asintió con un gesto de fastidio en los labios y continuó.
—En primer lugar, no voy a poder hacer nada en un par de días. No dispongo de una nave de carga ahora mismo, solo me permiten patrullar con el caza hasta que termine esta tanda de turnos, y no cabes ahí, por delgada que estés. —Le guiñó un ojo—. Siento no poder hacer nada antes.
—No pasa nada, ya supuse que era demasiado pronto.
—Sí que pasa, no te sobra tiempo. Tenemos que organizarlo antes de que llegue el otoño. Y tienes que resolver lo otro.
—Conozco a un médico que puede hacerlo. Me pide cinco mil créditos, pero parece que no duele y que sólo me va a tocar una de las áreas de control del habla.
Lorena esbozó una sonrisa triste y guardó silencio. Dentro de la casa prefabricada solo se oía el viento.
—Oye, ya eres mayorcita, y no te voy a decir lo que tienes que hacer —retomó Andrea—. Pero esto es una mala idea, malísima. Si te digo la verdad, en todas las veces que he estado en Atum no he visto ese sitio del que hablan los anuncios de tu consola.
—No puedo seguir así —repuso Lorena, sin mirarla, casi hablando más para sí misma—. En la planta no me dan un día de descanso, y aquí todo va a peor. Muchas veces me quedo sin agua corriente, y tengo miedo del invierno, ya sabes cómo murió mi novio.
—Lo sé. Pero tiene que haber otra manera. Tenemos que encontrarla.
—No, ya estás haciendo bastante, estás arriesgando tu trabajo para ayudarme.
—Tampoco es para tanto —dijo Andrea, apartando su flequillo pajizo—. Ya te he dicho que a los militares no se nos controla tanto. Unos viajes de más en mi hoja no cuentan, mientras me pague yo el combustible.
—Ya.
Las dos guardaron silencio durante unos minutos.
—¿Entonces vamos a hacerlo? —inquirió Lorena.
—No tengo más remedio, ¿no es así? —respondió Andrea, tratando de sonreír.
—Gracias. Esto significa mucho para mí.
—Me voy ya, mañana me espera un día largo. Ya hablaremos, espero traer alguna buena noticia.
—Ojalá —dijo Lorena, y la abrazó—. Cuídate.
—Tú también.
Pasaron los días rápidamente. El turno de Lorena en la fábrica era particularmente agotador en verano: la carga de trabajo era el doble que en invierno, precisamente para producir más palas y motores, y así explotar más esa forma de energía los meses de más viento. Debido a esto, el esfuerzo físico se volvía un desafío y los cuerpos de los trabajadores producían un calor insoportable en la nave cerrada.
Lorena estaba muy concentrada en su labor, intentando no pensar demasiado. Sin embargo, había algo extraño en el ambiente. Sus compañeros tenían una actitud normal, pero Lorena se sentía observada. Trató de ignorarlo, porque no era posible que sospechasen de ella. No le había contado a nadie sus planes, y sin embargo no podía quitarse esa sensación de encima. Se le erizaba el vello por momentos. Se dio cuenta de que estaba empapada en sudor frío. Levantó la vista de manera discreta para mirar a la cara a Bruno, su compañero de la cadena de montaje, y éste le devolvió un gesto neutro, sin emoción alguna. Volvió a bajarla, y entonces se le ocurrió que no era él quien que la estaba observando. Miró al frente, hacia la puerta de salida de esa sección, y entonces lo vio. Era un androide de tipo H, con cabeza ensamblada sobre un cuello flexible, y tenía sus ojos fijos en ella. Lorena parpadeó porque no podía creérselo, y volvió a bajar la cabeza. Continuó su labor durante unos minutos, y levantó la cabeza de nuevo. La criatura seguía ahí, observándola, e inclinó su cara sin boca hacia un lado, como si quisiese escudriñar en los pensamientos de la chica. Lorena aguantó la respiración, aterrada. Aquello no podía estar pasando.
Pulsó el botón para abandonar el puesto, y el cronómetro empezó a descontar el tiempo de pausa permitido, diez minutos. Dejó sus herramientas en su puesto y avisó a su compañero. Se dirigió a los lavabos, y al salir miró directamente al androide, que en ese momento tenía los ojos fijos en el frente; éstos no brillaban ya, estaban durmientes. Pero quiso comprobar que lo de antes no había sido una alucinación, y miró hacia arriba, a las galerías de la planta superior, donde había más vigilantes. Dos de ellos bajaron la cabeza hacia ella, y la luz de sus ojos parpadeó. «Lo saben», pensó Lorena. «De algún modo lo saben. El chip que tengo en la cabeza no sólo es para localizarme, sino que les está transmitiendo lo que pienso.». Tenía dos opciones, huir en ese mismo momento y no mirar atrás, o volver a su puesto y tratar de actuar con la cabeza fría. Se inclinó por la segunda opción.
—¿Estás segura de los que viste? Tal vez solo fueron imaginaciones tuyas.
Andrea estaba tratando de tranquilizarla, que no paraba de repetir la secuencia de acontecimientos. Había ido a casa de la teniente en lugar de la suya, porque estaba más cerca de la factoría, y sobre todo porque no quería estar sola. En su frenética huida al salir de trabajar, se había quitado el casco demasiado pronto, y se había hecho cortes en la cara con esquirlas de metal. Andrea la había curado, y le había dado una buena cena, como las que se podían permitir los oficiales. Aún así, Lorena estaba tan asustada y encogida que parecía más pequeña de lo que era. Su largo cabello castaño estaba apelmazado, y le daba un aspecto frágil, le recordaba lo joven que era. Andrea sirvió dos copas de alcohol, que había robado de una nave enemiga, para relajarla.
—Me estaban mirando, y nunca antes lo habían hecho —respondió Lorena—. No puede ser una coincidencia. Aunque lo llevaba pensando mucho tiempo, fue el otro día cuando pusimos una fecha definitiva.
—Estás paranoica —dijo Andrea, dando un trago—. Es comprensible, estás sometida a mucho estrés, pensando en la huida, el viaje, la cirugía…
—¡Calla! —replicó Lorena, fuera de sí— Sé perfectamente lo que vi, sospechan algo. Fue algo totalmente nuevo, nunca los había visto así. No estaban solo pendientes de mis actos, también lo estaban de mis pensamientos.
—Oye, tú a mí no me mandas callar, punto —contestó Andrea, incorporándose en el sillón para enfrentarse a ella—. Segundo, eso que acabas de decir es simplemente imposible. No hay forma de que sepan lo que piensas, son poco más que cafeteras andantes. Sólo detectan figuras y movimientos. Así que no, te aseguro que no sabe lo que piensas. Estás nerviosa porque lo que quieres hacer es una locura. Te estás descentrando, y la vas a fastidiar, sería mejor que no lo hicieras.
—¿Sabes qué te digo? Que en realidad eres una cobarde —contestó Lorena, envalentonada por el alcohol y cegada por el miedo—. Mucho hablar de tus batallas y tus hazañas de guerra, pero por no enfrentarte a tus superiores y reclamar un ascenso, estás condenada a vivir en este agujero, envejeciendo tan deprisa como yo. Al menos yo tengo coraje y voy a salir de aquí, contigo o sin ti.
—Te echaría a patadas de mi casa, si no fuese porque sé que ahí fuera no durarás ni diez segundos. No estás preparada para estar sola, ni aquí ni en otro sitio, entérate. —Andrea se tomó unos segundos para pensar lo que iba a revelarle—. Si estoy encerrada aquí es porque me han sancionado a vivir aquí durante diez años, por traer a madres como la tuya a parir aquí en vez de llevarlas donde me mandaban, la luna de Mut, que es un agujero mucho peor. —Andrea vio la expresión confusa de Lorena—. Sí, lo que oyes, estoy sancionada por salvar tu culo y el de muchos otros durante décadas, tú fuiste de los primeros. Ahora has crecido y crees que lo sabes todo. Pues te deseo mucha suerte, pero no cuentes conmigo para destrozar tu vida. Buenas noches.
Lorena no durmió esa noche. El apartamento de Andrea era mucho más confortable que el suyo, pero los nervios por su situación y la discusión la habían dejado tensa y descorazonada. Había tomado la decisión de irse sola al amanecer.
De modo que cuando el brillo de Nun apareció por la ventana y le dio suficiente luz para moverse por las estrechas y tortuosas calles de Sejmet, Lorena cogió su casco y se dispuso a salir de la casa, para ir a que le extrajesen el chip. No estaba segura de querer pedir ayuda de nuevo a Andrea. Tomó un vaso de leche en polvo con agua filtrada, un lujo restringido a los militares de ese sistema planetario, y cuando lo dejó en la repisa junto a la ventana, tapada con una malla metálica para proteger el metacrilato del impacto de las esquirlas, vio posada en ella una nota manuscrita: “Si vas a irte, ten en cuenta que tal vez te hayan seguido los androides malos hasta mi casa. Así que por si acaso, sal en dirección a los barracones del Sur, y ataja por el callejón para llegar al médico. Sé quién es. Coge la pistola que he escondido debajo del fregadero, no la necesito. Supongo que sabes usarla. Quítale el seguro. Adiós.”
Andrea la había creído. Al menos le daba instrucciones por si lo que ella le había dicho fuese cierto. No pensó en ello después del trabajo, no pensó en ello por el camino, cuando solo deseaba llegar a casa de su amiga para estar a salvo. Ahora iba a salir de allí para no depender de ella y no sabía lo que podía pasar. Pero sí sabía que ella estaba tan enfadada que tal vez no querría protegerla más.
Buscó bajo el fregadero y cogió el arma; se parecía vagamente a la que le había enseñado a usar su tutor, un hombre muy triste pero que había sido muy bueno con ella cuando la acogió mientras iba a la escuela, tras su estancia con la nodriza. Se tomó unos minutos para familiarizarse con ella, comprobó que estaba cargada, puso una bala de acero en la recámara y se la guardó en los pantalones de rafia. Se puso el casco, respiró dentro de él varias veces para acostumbrarse al aire viciado y el escaso oxígeno, y salió.
El camino que le había aconsejado Andrea era más largo que el que bajaba por la avenida principal y se adentraba en la zona de negocios, pero Lorena confiaba en ella y en que el aire que tenía dentro del casco sería suficiente. Caminó lo más deprisa que pudo sin tener que respirar demasiado, mirando alrededor por si veía más androides. No vio ninguno en su trayecto. Dentro de ella empezaba a gestarse una inquietud: ellos eran más inteligentes que ella, más rápidos, más astutos. Ella se había dado cuenta de que la vigilaban porque ellos habían querido, porque la estaban amenazando para que no se fuese, así que lo que le pasaría después era mucho peor.
Avanzó por las callejuelas y fue acercándose poco a poco a la consulta. El sol blanco salía con rapidez, pero su luz se iba velando con las partículas del aire, que rayaban su casco cuando impactaban. Fue acelerando el paso según se acercaba a la consulta, y reparó en que aún no había nadie por las calles. Nunca había salido tan temprano de casa. Esperaba que fuese por eso.
Cuando llegó al edificio le sorprendió la normalidad con la que todo transcurría allí. No era una consulta ilegal, pero su compañero le había comentado que era mejor no decirle a nadie que iba allí, ni pasarse antes para pedir cita. Se sentó en una silla de plástico, frente a una señora demasiado mayor para vivir en aquella luna, probablemente había venido de Atum para algún tratamiento especial. Definitivamente no vivía en Sejmet, porque su cutis era terso y bronceado, y no había rastro de cicatrices como en el suyo. Su ropa era nueva y cara; ella nunca había tenido un mono de protección tan resistente, tenía que remendar su ropa constantemente. Odiaba a esa mujer, y a la vez le daba esperanzas. Una enfermera (atendiendo a su ajado rostro sí vivía en Sejmet, y estaba cerca de los veinte años) se le acercó y le pidió su nombre y la consulta que venía a hacer. Ella se lo dijo en voz baja. La enfermera la miró extrañada, y luego sonrió de manera amable y le puso una mano en el hombro.
—Tranquila, vengo a por ti en un rato —respondió la enfermera—. No te arrepentirás.
Lorena empezó a darse cuenta de lo que estaba a punto de hacer, y de que no podría comunicarse con nadie más una vez le hubiesen quitado el chip. En realidad no podría salir de la luna, nunca. Sin embargo, sería libre. Libre para vagar y esconderse, libre para morir de hambre. Libre para estar sola. Tras treinta minutos de tensa espera, alguien le estrechó la rodilla. Lorena dio un respingo.
—¿Qué… ? ¿Qué haces aquí? —preguntó.
—No iba a dejar que te metieses aquí y gastases tus ahorros para que un loco te trepanase esa cabecita hueca que tienes —dijo Andrea, revolviéndole el pelo.
—Tengo que hacerlo, no hay vuelta atrás —contestó Lorena, triste—. Pero me alegro de que estés aquí. Tengo miedo.
—Yo también lo tengo, así que vamos a irnos, ¿te parece?
—No, no podemos. Yo ya he faltado tres horas al trabajo, me estarán buscando. Ahora no tengo más remedio que extirparme eso.
—Dime una cosa, pequeña —preguntó Andrea, sombría de pronto—. ¿Qué te han contado de esa operación?
—Mi compañero me dijo que era segura, que solo tendría que preocuparme del habla. Que me perforarían en un punto concreto de la cabeza con anestesia local, y que me retirarían el chip, y ya estaría.
Andrea se puso muy seria y la miró fijamente.
—He estado investigando. Hay cuatro zonas de control del habla, separadas entre sí. No pueden quitarte el chip y la capacidad de hablar sin quitarte nada más. —Andrea hablaba despacio, poniendo énfasis en las palabras clave para que Lorena prestase atención—. Lo que te van a hacer es una lobotomía, es un procedimiento que ya se usaba hace miles de años. Te van a hacer mucho daño. —La voz de Andrea se fue apagando según se le llenaban los ojos de lágrimas—. No quiero que te hagan eso, vas a quedarte incapacitada y no importa a dónde te lleve, porque no lo vas a disfrutar, ¿entiendes? El gobierno no puede permitir que nadie se marche, sin importar que puedan hablar o no. Saben de sobra lo que se hace en esta clínica, y no les importa, porque luego la gente no vale para hacer nada. Se los llevan a otras lunas y los dejan morir.
Lorena estaba temblando, y sin darse cuenta había tomado la mano de Andrea en la suya.
—¿Cómo lo has averiguado? —preguntó Lorena.
—No eres la única que no ha dormido esta noche —respondió Andrea—, llevo desde que me acosté investigando en canales secretos de mi consola del ejército, y he contactado con amigos que me debían favores. Y hay otra cosa: conozco a mucha gente en Atum, gente con un pasado oscuro, rebeldes, renegados… incluso algunos que habían huido de las lunas, y ninguno era como los que habías visto en el anuncio. Por eso no quería que lo hicieras, porque sabía que te habían mentido. Pero no sabía lo que sé ahora.
Lorena suspiró y estiró las piernas, para desentumecerse.
—¿Y tienes otro plan? —preguntó.
—No —respondió Andrea, mirando por la ventana que tenía a su espalda—. Pero ahí fuera hay tres muertos eléctricos de esos que te gustan, y nos están esperando, y quiero meterles una paliza.
Una sonrisa un tanto desquiciada asomó a la cara de Andrea.
—¿Y ya está? ¿Salimos y nos lanzamos en una misión suicida?
—¿Tienes otra opción? —preguntó la teniente, encogiendo los hombros—. Porque a mí ya me estarán buscando por saltarme mis turnos de hoy, por cargarme otros dos androides por el camino, y por acceder a montones de sitios con información privilegiada. Así que vamos a repartir leña. —Se levantó y le dijo—. Apunta a la cabeza de los H y al pecho de los N.
Lorena se miró las manos, curtidas y llenas de cicatrices, y vio que en ellas no había nada. Nada que perder. Se levantó y observó la sala de espera, casi vacía en ese momento. La señora del cutis impoluto ya se había marchado. Andrea se apostó a un lado de la puerta de salida y le indicó en un susurro a Lorena dónde colocarse para estar a salvo cuando ella abriese la puerta. Ambas se pusieron los cascos y respiraron hondo. Andrea giró el pomo con la mano izquierda, mientras apuntaba hacia el frente con su pistola en la derecha, y abrió la puerta de golpe. Casi antes de ver al androide de tipo N, dirigir su puño de acero hacia ella, ya había disparado dos veces. El engendro cayó de espaldas y ella miró en derredor para asegurarse de dónde estaban los otros. Antes de exponerse a ellos, le señaló a su amiga a cuál debía de apuntar, otro clase N. Ella se volvió hacia el H y apretó el gatillo tres veces, dándole en la cara. La criatura disparó al mismo tiempo y acertó en la cintura de Andrea, que gritó y se dobló por la mitad. Lorena vació el cargador en el enorme tronco del N y éste cayo al suelo. Corrió hacia Andrea y la abrazó, pasando su brazo por encima de ella para ayudarla a caminar.
—¿Sabes conducir uno de estos? —preguntó Andrea al llegar a su robusto vehículo militar, aparcado frente a la consulta—. No me encuentro muy bien.
La piloto estaba cada vez más pálida, y la sangre de su costado izquierdo empezaba a salir del traje y a formar una mancha en la tapicería.
—Sí, algunas veces tengo que llevar a mi jefe a otras plantas de montaje.
Abrió un botiquín de la guantera, sacó un apósito y lo apretó contra la herida de su compañera.
—Vale, pues sal por aquí y ve recto hasta la baliza del final del sector. Vas a aprender a saltarte controles de seguridad.
—¿También vas a enseñarme a pilotar una nave de carga? —preguntó Lorena, cuando ya estaba circulando con el vehículo.
—Cariño, si conseguimos llegar al hangar ya nos preocuparemos de eso.
Oyeron dos disparos que impactaron contra el vehículo, uno sonó en la puerta trasera, otro rajó la capa exterior de refuerzo de la rueda trasera derecha. Lorena aceleró, sin pensar si eso forzaría demasiado el neumático, ya afectado. Andrea tampoco le mandó ir más despacio. Según se acercaban a la baliza, vieron un androide similar la los de tipo H, pero más grande, y la luz de sus ojos parpadeaba con destellos azules muy intensos. Casi las cegó. El androide se puso justo frente al vehículo militar y disparó cuatro veces, abollando la malla metálica del parabrisas. Disparó de nuevo, haciendo blanco en la rueda delantera derecha.
—Acelera, por lo que más quieras —suplicó Andrea, retorciéndose de dolor y preparándose para el impacto.
Lorena atropelló al androide, que por un momento quedó atrapado bajo las ruedas. Oyeron su cuerpo botar entre el coche y el suelo. El vehículo dio un gran salto y cayó de nuevo en la carretera, apoyando primero las ruedas de delante. Andrea aguantaba como podía mientras le indicaba a Lorena la ruta más segura. La joven siguió sus instrucciones y se saltó otro control, tras el cual la rueda trasera izquierda estalló con un gran estruendo. Andrea ya no hablaba, el trayecto estaba siendo un suplicio para ella. Lorena esquivó los coches de seguridad gubernamental que las seguían usando una vía de escape que acababa de decirle amiga. Llegó al hangar sin que nadie las siguiera, salió del vehículo y se atrevió a abrir la puerta del copiloto. Andrea estaba despierta de nuevo, y su herida ya no sangraba tanto. La cogió de la mano y Lorena la ayudó a salir. Ambas subieron en un ascensor que las llevaría a la plataforma de despegue. La piloto se sentó con esfuerzo en su asiento y descargó el programa de vuelo que había introducido el día anterior.
—Vale, ahora escúchame. Solo me necesitas para despegar y controlar el rumbo en torno a unos asteroides durante el camino, pero nada más. —Andrea tragó saliva y cerró los ojos un instante para concentrarse mientras le enseñaba algunos controles—. Luego el piloto automático nos llevará hasta allí y vas a amerizar, este es el control de los patines. Así desciendes y así te detienes —le explicó, gesticulando con los mandos—. ¿Entiendes lo que te digo?
—No —respondió Lorena, en parte porque no comprendía y en parte porque se negaba a perderla.
—Quiero decir que si no haces lo que te mando vamos a estrellarnos. Intenta dirigirte al mar. ¿Sabes cómo es?
Lorena recordó los vídeos de su consola.
—Es verde.
—¿Sabes por qué es verde? —susurró Andrea, exhausta.
—No.
—Pronto lo verás.
Andrea tomó los mandos de la nave de carga y la dirigió a la pista de despegue. Aceleró y la elevó bruscamente, ya no era capaz de hacer nada con sutileza. Lorena observaba, callada. Nunca había estado a esa altura. La metralla que volaba en el aire producía un ruido ensordecedor, pero poco a poco fueron ganando altura y las partículas dejaron de chocar contra la estructura, puesto que estaban saliendo de la infernal atmósfera de Sejmet. Lorena tenía el estómago encogido como un puño. Empezaba a ver estrellas fulgurantes por todos lados, y Atum apareció ante ella, con sus atmósfera verde y marrón. Notó que las lágrimas le llegaban a las mejillas.
—Recuerda lo que te he explicado. Si no lo haces bien, caerás al agua y tendrás que romper el cristal —dijo Andrea, luchando por respirar, pero sin soltar los mandos—. Si lo haces, aguanta la respiración al salir bajo el agua.
—Vale —respondió Lorena, sollozando—. Gracias.
—De nada.
Transcurrió una hora durante la cual las dos permanecieron calladas. Andrea corregía el rumbo de vez en cuando. Lorena veía por primera vez las estrellas, los planetas, y cuerpos celestes cuyo nombre no conocía. Nunca había sido tan feliz, y evitaba mirar a Andrea, para no recordar que su mejor amiga se estaba apagando rápidamente. De pronto notó una sacudida, y se volvió hacia la piloto, que estaba maniobrando para comenzar la entrada. Observó la magnífica vista de Atum mientras entraban en su órbita. Los movimientos de la piloto eran lentos pero seguros.
—Gracias —repitió Lorena.
Andrea asintió por toda respuesta.
La entrada a la atmósfera de Atum fue brutal. Primero sintió una fuerza tremenda que succionaba la nave hacia dentro, y se agarró a todo lo que tenía a su alcance. Luego vinieron más sacudidas fuertes, que le hicieron golpearse contra los mandos, y después, el descenso. Andrea no se movía. Lorena apretó el botón de despliegue de los patines y oyó un estruendo en los bajos de la nave. Se inclinó hacia el lado de su amiga, ya inerte, y tomó sus mandos para dirigir la nave. Bajo ellas, todo era verde. Dejó que la nave recorriese varios kilómetros de mar, salpicado de islas hermosísimas, y titubeó al intentar bajar el mando para amerizar. La nave chocó con el agua y rebotó, y finalmente se posó. Al tocar la superficie y levantar olas a los lados, los patines hicieron un ruido maravilloso.
Maniobró hasta acercarse a la orilla y se detuvo. Se giró y vio a Andrea, muerta; tenía una expresión serena. Lorena le dio un beso en la mejilla, a modo de despedida. Buscó las gafas de sol de la piloto y se las puso, porque la claridad empezaba a cegarla. Salió de la nave, cayó al agua, y chapoteó torpemente hasta tocar tierra. Allí, empapada y agotada, se tumbó en la arena gris. Respiró con fuerza el aire puro hasta que empezó a marearse, sintió el calor sofocante, y vio que el mar era verde porque reflejaba el color del cielo.
—Gracias —repitió de nuevo, y se quedó dormida.