XXVII CERTAMEN LITERARIO ALBERTO MAGNO DE CIENCIA FICCIÓN (2015)

Participa en el XXVII Certamen literario de ciencia-ficción/Fantasía Alberto Magno

vía escritores.org

El premio es muy atractivo, 2.000 euros.

– Podrán optar todos los relatos originales e inéditos pertenecientes al género de la Ciencia Ficción y Fantasía sobre tema científico que se reciban dentro del plazo señalado por estas bases. Los relatos estarán escritos en euskara o castellano (…)

El plazo de admisión de los originales, a partir de la presente convocatoria, comprende hasta el día 19 de octubre de 2015. Podrán ser entregados en mano o remitidos por correo ordinario a la Zientzia eta Teknologia Fakultatea/Facultad de Ciencia y Tecnología (ZTF/FCT), Decanato, Apdo. 644, 48080 BILBAO. En el sobre deberá hacerse constar «XXVII Certamen Alberto Magno». También podrán enviarse por correo electrónico a la dirección ztf.kultura@ehu.eus, indicando en el tema del mensaje «XXVII Certamen Alberto Magno».

¿Te animas? Yo seguramente sí 🙂

Día de Reyes (y II)

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Aquí puedes leer la primera parte

Alberto trató de gritar para llamar la atención de los ocupantes del vehículo (que no podía ver) pero no le quedaba fuerza ni voz. Su garganta estaba reseca, y su mandíbula, agarrotada por el esfuerzo y la angustia. Además, la sed empezaba a hacer mella y él sabía que esa era una de las amenazas más acuciantes.

El coche se acercó por un flanco y se detuvo a una distancia prudencial, como si no quisiera ser identificado. Se había aproximado siguiendo un sendero que Alberto y su familia usaban para pasear y recoger setas en otoño. Todos conocían el camino, y él conocía el árbol donde estaba apoyado el coche de su mujer; apoyada contra ese árbol la besó en su primer aniversario, mucho tiempo atrás. En ese árbol que ya podía considerar su hogar.

Alberto se revolvió en su cubículo, inquieto, deseando llamar la atención de las personas que se habían acercado hasta allí. Sin embargo pasó un tiempo largo hasta que hubo más movimientos. En un momento dado oyó las puertas del otro coche abrirse y cerrarse y unos pasos aproximándose por el lateral izquierdo del coche, es decir, el lado donde quedaban expuestos los bajos en ese momento.

Cuando Alberto vio asomarse la cara de su mujer por la ventanilla izquierda, sobre él, logró emitir un sonido ronco y profundo, inhumano. Ese gruñido era producto de la irritación de sus cuerdas vocales, la ira y el tiempo que llevaba sin hablar con nadie, que le había hecho olvidar su propia voz. Carla lo observó con una expresión carente de sentimiento alguno. A continuación se giró hacia la persona que había venido con ella (Alberto no podía verle a pesar de sus titánicos esfuerzos) y musitó: «Está vivo», de nuevo sin ánimo alguno en su voz.

Alberto oyó claramente a su cuñado Enrique responder «Vale».

Luego, silencio. Alberto ya no creía que nada de aquello fuese real. Respiraba trabajosamente, haciendo un ruido sospechoso; pensó que sus bronquios podían estar afectados por el frío, la humedad y la sed. Ignoraba si semejante cosa era posible, y de pronto quiso poder usar su tableta (en ese instante apoyada en su oreja) para consultarlo en Google.

Tras otro rato interminable oyó pasos que se alejaban, luego ruido en el otro coche y luego los pasos se aproximaron de nuevo. Comenzó a sacudir su cuerpo con toda la fuerza que le quedaba, y entonces por fin volvió a sentir sus piernas; le dolían muchísimo, y se alegró infinitamente porque al menos las sentía, aunque no pudiese moverlas más que unos milímetros porque estaban aprisionadas. Por el dolor intenso de la izquierda estimó que tenía una fractura importante de tibia; lo supo porque ya la había sufrido practicando esquí en su juventud («el deporte no es sano», le recordaba siempre su cuñado). Entonces los pasos llegaron a la altura de la parte trasera del coche y escuchó las llaves tratando de abrir el maletero. «Un momento, ¿Carla va a abrir y va a ver lo que hay? ¿Enrique se lo ha contado?». Alberto volvió a sacudirse al caer en la cuenta de que todo se podía complicar aún más. Se acordó de pronto de que la droga estaba bien resguardada en el doble fondo, por lo que no había peligro de que la descubriese. Respiró aliviado.

Pero las llaves no podían abrir el maletero. Tras unos minutos intentándolo, su mujer y su hermano tomaron una determinación drástica: empezaron a golpear el portón con algo muy pesado, que él no supo identificar. Propinaban golpes secos a un ritmo lento y constante, porque de cada vez tenían que aplicar una fuerza brutal. Alberto empezó a gemir, impotente. Al estar totalmente unido al coche, cada golpe sacudía su cuerpo magullado de una forma terrible, desplazando sus huesos rotos. Al dolor acuciante se unían los chasquidos, crujidos dentro de su cuerpo que no sabía si correspondían a huesos rotos que entrechocaban o a nuevas fracturas producidas por los golpes que estaba recibiendo. Trató de pensar en algo alegre que lo evadiese de aquel infierno: pensó en sus hijos, Marco y Sara, que estarían en esos momentos jugando con sus juguetes nuevos y comiendo roscón. Pero no tenían regalos porque éstos estaban dentro del coche.

-¡Parad, parad por favor!- gimió.

Los golpes se detuvieron. Carla preguntó, con voz temblorosa: -¿Te duele mucho?

Alberto acertó a responder -Sí, estoy muy mal.

Carla tardó en hablar, y la oyó susurrarle algo a Enrique. Después, le repuso con voz algo más firme -Tranquilo, ya terminamos.

Alberto cerró los ojos.

Los tres golpes siguientes fueron los más fuertes, él casi se desmaya con el dolor. Después, hubo un estruendo de objetos cayendo al suelo: las maletas, los regalos, el roscón. Todo cayó al barro, oyó los chapoteos sucesivos. Lo que no cayó fue arrojado por su mujer y el hermano de ésta, que removían las cosas con avidez para llegar al fondo del maletero. Cuando por fin lo lograron, emitieron sendos grititos de excitación y abrieron la trampilla.

-Ya tenéis lo que queríais, ahora sacadme de aquí.

Enrique respondió: -Llamaremos al 112 cuando estemos lo bastante lejos, no te preocupes.

-¿Y cómo evitaréis que cuente todo esto?- Pronunció Alberto, un segundo antes de darse cuenta de que era una mala idea.

Enrique no respondió. Se asomó a la misma ventanilla por la que antes lo había hecho Carla y blandió un martillo enorme, que Alberto reconoció como el que había en el cuarto de las herramientas de sus suegros. También era lo que había usado para destrozar la puerta del maletero.

-Puedo amenazarte con esto, por ejemplo. O puedo utilizarlo contra tus hijos cuando llegue a casa, ¿te imaginas?- susurró Enrique, para que Carla no le oyese.

Alberto lo desafió -No serás capaz.

-Supongo que no, pero no quieres correr el riesgo, ¿verdad?

Alberto no quería. Tragó saliva y Enrique introdujo el martillo por la ventanilla rota, de punta, hasta tocar su sien.

-No vas a hacer ninguna tontería, ¿a que no?

-No.

-Muy bien, pues aquí te quedas. Con un poco de suerte aun seguirás respirando cuando lleguen los bomberos, o quien sea, para sacarte.

Carla llamó la atención de Enrique y habló con él unos segundos. «Las fotos» fue lo único que Alberto alcanzó a oír. Todas las fotos de la familia estaban en su tableta porque habían hecho recientemente un backup del ordenador antes de formatearlo. El matrimonio no tenía la costumbre de imprimir fotografías digitales.

Discutieron un momento, y finalmente Enrique cedió.

-De acuerdo, ahora voy a coger tu tableta. -refunfuñó Enrique, asomándose dentro de nuevo.

Enrique dejó caer el martillo en el suelo y se apoyó lo mejor que pudo en la puerta para tratar de alcanzar el bulto que Alberto tenía sobre su cabeza. Ya casi lo tenía cuando Alberto se revolvió para dificultarle la maniobra y el aparato cayó contra la puerta, que ya estaba llena de agua por culpa de la ventanilla rota.

Alberto mordió ferozmente el brazo de Enrique por la muñeca, haciéndolo sangrar. No lo soltaba por mucho que Enrique chillaba y le golpeaba la cara con la otra mano, de la forma en que podía hacerlo debido a lo limitado de sus movimientos. Ambos gritaban y emitían sonidos salvajes que aterraron a Carla. Finalmente Enrique se liberó con la muñeca desgarrada, sangrando profusamente. Chillaba como un cerdo y Alberto sonreía con una mueca grotesca. Enrique perdió el equilibrio y cayó al suelo, y se alejó de allí con su hermana. Alberto saboreó el regusto metálico de la sangre y esperó. Esperó algunas horas más, cavilando sobre lo que acababa de suceder, lo que podría suceder luego, y preguntándose por qué demonios no habían saltado los airbags de aquel coche tan caro. Estaba pensando en esto cuando perdió el conocimiento otra vez.

Despertó rodeado de sanitarios, una dotación de bomberos y una pareja de la Guardia Civil, mientras lo atendían ya en el exterior. Se le hizo raro respirar aire puro tras más de un día allí dentro e inspiró con fuerza. Tras unos segundos logró escuchar la docena de voces que le hablaban, sobre todo para calmarlo y decirle que se pondría bien en poco tiempo. Su primera respuesta fue «Sí», y después trató de incorporarse, pero al carecer del apoyo de sus brazos, quedó inclinado a un lado con un gesto de dolor. Le ayudaron a sentarse y le ofrecieron agua, y él la bebió con ansia. Mientras lo preparaban para trasladarlo, una enfermera se lo quedó mirando con preocupación.

-He de decirle algo, pero es una noticia terrible.

-Estoy vivo, con eso me conformo. -respondió Alberto con la vista fija en el suelo fangoso.

-El caso es que su mujer y el hermano de ésta…- a la mujer le costaba un mundo contarlo.

-¿Sí?

-Verá, no sé cómo se han podido producir tantas desgracias casi a la vez, pero ellos tuvieron otro accidente de automóvil hace unas horas, por la tarde. Los dos han fallecido. No sabe cuánto lo siento.

Alberto no contestó.

-Lamento decírselo ahora, pero como veo que está consciente y bastante tranquilo, me imagino que oirá hablar a los sanitarios y prefiero decírselo yo.

-No se preocupe. Quiero decir, ahora no puedo asimilarlo todo, pero agradezco su tacto. -Dio un nuevo sorbo al agua del vaso de plástico y añadió: -Hay que tomárselo con filosofía, al fin y al cabo todo ha terminado bien y hoy es fiesta.

La enfermera asintió con la cabeza y se incorporó para ayudar con las labores de traslado, mientras sentía una creciente repulsión por aquel hombre frío, maloliente y con la boca y la camisa ensangrentadas.

Fahrenheit 451 y la actualidad

Poecraft Hyde

Les comparto un extracto de la novela distópica de Ray Bradbury que llamaron mucho mi atención y a su vez me hicieron reflexionar.

(El jefe de bomberos Beatty al personaje principal y bombero, Montag)

¿Cuándo comenzó todo esto, te preguntas, este trabajo, cómo se organizó, cuándo, dónde? Bueno, yo diría que comenzó realmente en una llamada Guerra Civil. Aunque según nuestro reglamento fue fundado antes. Pero en verdad no progresamos hasta que apareció la fotografía. Luego las películas cinematográficas, a principios del siglo veinte. La radio. La televisión. Las cosas comenzaron a ser masa. Y como eran masas, se hicieron más simples. En otros tiempos los libros atraían la atención de unos pocos, aquí, allá, en todas partes. Podían ser distintos. Había espacio en el mundo. Pero luego el mundo se llenó de ojos, y codos, y bocas. Doble, triple, cuádruple población. Películas y radios, revistas, libros descendieron hasta convertirse en…

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¿Cuántas palabras contiene un libro?

Poecraft Hyde

Todos sabemos cuántas páginas leímos al terminar un libro, pero, ¿sabes cuántas palabras leíste? Es un dato que puede no importar realmente, pero si eres un bibliófilosin rayar en lo enfermizo, quizá pueda interesarte.

Si bien la única forma de saber exactamente el número de palabras es contarlas una por una, cosa que si eres capaz de hacer eres todo un héroe o en el peor de los casos todo un loco. Aquí dos métodos que podemos utilizar:

C80

Método 1. El promedio industrial.

Se dice que dentro de la industria editorial el promedio de palabras por página es de 250, contenidas en 25 renglones, es decir, aproximadamente 10 palabras por línea. Como bien se dice esto es solo un promedio, ya que no todos los libros manejan este estándar, además de que en muchos casos dependerá del estilo de letra, el margen, notas al pie, dimensiones del libro…

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Día de Reyes (primera parte)

ANGEL

Aquí tienes la segunda parte

La lluvia repiqueteaba sobre el cristal y, según las gotas corrían hacia abajo, formaban regueros sinuosos de formas caprichosas. No había dos iguales, salvo los que tomaban la forma de aquel sobre el que caían. Alberto había llegado a esta conclusión tras observar el parabrisas de su coche durante veinte horas.

El vehículo se había salido de la carretera comarcal pasando por encima del quitamiedos, debido a que su centro de gravedad era muy alto y a la velocidad que llevaba en ese momento, muy superior a la indicada para aquel tramo lleno de curvas. Cayó por el barranco, dio tres vueltas de campana, y quedó volcado, apoyado en un árbol. Alberto permanecía en su asiento con el cinturón abrochado, incapaz de desembarazarse de él por dos motivos: el primero, que su brazo izquierdo estaba roto; además de producirle un dolor insoportable, no respondía a sus movimientos. El segundo, que el brazo derecho había quedado atrapado entre su tronco y la puerta; estaba dormido la mayor parte del tiempo, y cuando despertaba, el hormigueo hacía imposible controlarlo.

Alberto era el copiloto. Su mujer, Carla, era la que conducía el coche, y había salido a buscar ayuda justo después de producirse el accidente. Él no sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces, pero sí sabía que tenía hambre, tenía sueño, probablemente se había dormido durante un breve periodo de tiempo, probablemente se había quedado inconsciente también, y se había meado encima. Así que probablemente había pasado mucho tiempo. Sus piernas estaban atrapadas dentro del amasijo de hierros en que se había transformado el morro del coche, y él se encontraba en el lateral que había quedado apoyado en el suelo, así que muchos objetos habían caído sobre su cuerpo: su maletín con documentos del trabajo para hacer cosas en un rato libre, su tablet, su abrigo, la bolsa de viaje de Carla, y la suya. Carla no le había desabrochado el cinturón. Carla no le había escuchado cuando él le dijo que le esperase, que seguramente podría caminar y era mejor que fuesen juntos. “Estaba nerviosa, seguramente ha sido por eso”.

También tenía frío. El sol ya había salido y aún no se había vuelto a poner, pero no llegaba a calentar prácticamente nada en ese punto del valle, y menos en el mes de enero. Él llevaba puesto un traje de lana de gran calidad, el mismo que había escogido ya hacía dos días para ir a trabajar por la mañana y a cenar con sus suegros la noche de Reyes. Ese traje no le abrigaba lo suficiente. Su abrigo permanecía en el habitáculo trasero.

Alberto hablaba solo. Cantaba canciones, contaba las cosas que veía desde donde estaba, hacía composiciones de lugar para mantener la calma. “Soy Alberto Contreras, tengo cuarenta y dos años, estoy atrapado dentro de mi BMW. Mi mujer ha salido a por ayuda. He oído mi móvil sonando durante un buen rato, pero no puedo cogerlo, tampoco sé muy bien dónde está. Llevo mucho rato sin oírlo, así que probablemente se le ha acabado la batería. Quiero salir de aquí. Me he quedado sin voz de gritar. Y llevo medio kilo de cocaína en el maletero, para un negocio seguro con mi cuñado, que ha venido de vacaciones desde Hamburgo. “

La humedad era otro problema creciente. El calor del coche había derretido la nieve circundante, y el agua empezó a filtrarse dentro a través de las grietas y agujeros de las lunas. Luego empezó a llover, débilmente, pero sin cesar, y esta agua también se colaba. No sabía si su ropa estaba mojada o sólo muy fría, pero la sensación era extremadamente incómoda. Además, la noción de que estaba expuesto a la intemperie incrementaba su estado de pánico.

Alberto tenía una baza a su favor. Había quedado con su cuñado ese mismo día, a las seis de la tarde. Ya eran las siete. Puede que fuese él quien lo había llamado, y le estuviese buscando; además de por estar preocupado por él, porque había mucho dinero en juego. Habían acordado que Ignacio le pagaría tres mil euros en ese momento, y el resto cuando acordase el precio de venta en Alemania. Es decir, si Ignacio no recibía el paquete, no se ahorraba pagar, sino que perdería la oportunidad de hacer un negocio mucho mayor. El coche de Alberto se encontraba a cien metros de la ruta hacia la casa de los padres de Carla, a diez kilómetros de su destino; él estaba convencido de que sería fácil verlo desde la carretera. Incluso aunque su mujer no llegase a avisarlos, o a alertar a los servicios de emergencia, le resultaría fácil buscarle. Y si le encontraba, en el caso de que le importase más la droga que su vida (porque cabía esta posibilidad), tendría que pedirle las llaves. El coche no estaba cerrado, pero se necesitaba la llave para abrir el maletero. Las llaves estaban a su alcance de casualidad, Carla las había sacado del contacto y con los nervios se le habían caído, en la puerta opuesta, junto al regazo de Alberto. De modo que aún cabía la esperanza.

¿Dónde estaba Carla? ¿Por qué no había vuelto todavía? Al principio Alberto se enfadó con ella por dejarlo solo, atrapado, indefenso. Luego se preocupó por ella, al ver que no volvía, que caía la noche y ella probablemente también estaba sola (la distancia hasta el pueblo era corta en coche, pero antes de llegar no había ningún lugar donde refugiarse). Finalmente comenzó a sentir incredulidad. Nada de aquello tenía ningún sentido. El accidente tenía que haberse oído en todo el valle; se había producido antes de comer, y a esas horas tenía que haber gente de camino al pueblo, volviendo del trabajo o a visitar familiares, o de vuelta de las compras de Reyes. Tenía que haberlo visto el panadero que traía roscones a la panadería del pueblo. Si su mente no empezaba a fallar, recordaba haber visto más vehículos unos kilómetros atrás, y no había desviaciones posibles hasta el punto del accidente. Alguien tenía que haberlo visto. Y Carla tenía que haber vuelto ya.

Alberto oyó un coche acercarse y detenerse junto al suyo.

Atención

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No soy intuitiva, no veo venir a la gente. Mi primera impresión es mala,luego me abro y confío. Pero tengo muy buen ojo para detectar que la persona con la que hablo no me escucha. Soy muy sensible a la pérdida de brillo en la mirada que se produce cuando dejan de prestarme atención, cuando desaparece la conexión entre la mente y las palabras. Si alguien me habla sin escucharme lo noto, y me duele, y prefiero no hablar. Debería hablarles en su mismo idioma, el automático superior.

Alucinadas 2015

Concurso de relatos de ciencia-ficción Alucinadas 2015

Amantes de las matemáticas, colonizadoras del espacio, estudiosas de la física cuántica, fans de la space opera, maestras de la ucronía, apasionadas de la astronomía, entusiastas de la robótica, sabemos que estáis ahí y que tenéis cosas que contarnos. Queremos leeros, queremos que nos dejéis alucinadas. Afilad vuestros teclados: queremos más relatos distópicos y extraños que traspasen el espacio-tiempo conocido, y los queremos escritos por mujeres. ¿Qué es eso que la ciencia ficción no es de chicas?