La espiral de odio

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Soy una mujer que ya ha pasado los treinta, y eso me otorga una capacidad notable: puedo hacer un mapa de mi cuerpo a base de mencionar las partes que no me gustan. Podría dibujarlo pieza por pieza y obtener un esquema como los de despiezar el ganado, y no habría mucha diferencia, a fin de cuentas no estoy expresando amor por mí misma.

Soy gorda, y en particular tengo unos muslos enormes, que he llegado a odiar como si no fueran míos. Tengo las caderas muy anchas, los pechos pequeños y separados, los ojos muy juntos, el tabique nasal desviado; el pelo fino, las manos muy grandes, la piel muy blanca, y retengo líquidos como si lo fueran a prohibir. Esto no me impide hacer tareas cotidianas. Pero los complejos que he asociado a casi todo mi cuerpo me impiden hacer cosas que otras chicas hacen.

Hubo un tiempo en que mis complejos eran aún peores. De adolescente tenía complejo de alta, de gorda (y estaba mucho más delgada, mido 1’78 y pesaba entre 75 y 80 kg), y recuerdo como si fuera hoy el día, a los dieciséis años, en que cogí complejo de que mis caderas eran muy anchas en relación a mi cintura. Os lo prometo. Este es un ejemplo ilustra perfectamente lo estúpidos que llegan a ser los complejos.

¿Pero de dónde sacaba y saco mis complejos? En parte, del bullying: se habían metido conmigo en el colegio por gorda y por alta. En parte, de compararme con mis amigas, que siempre eran más bajitas y más delgadas. En parte de la televisión, de las revistas, de las chicas que les gustaban a los chicos… Y el resto los fui alimentando yo misma, por pertenencia al grupo. Tener complejos está bien, ¿no? Es lo normal. Todas los tenemos, y de hecho nos ayudamos unas a otras a alimentarlos.

Este ritual, en el que yo he participado en muchas ocasiones, suele comenzar cuando una se queja de una parte de su cuerpo que no le gusta, normalmente porque considera que está demasiado gorda.

“Mira qué muslos, qué asco”.

“Eso no es nada, mira los míos, mira esta celulitis”

“No tenéis ni idea, esto sí que es celulitis. Mira, ¡MIRA!” (ya dicho con rabia)

Las sujetas suelen enfatizar estos comentarios agarrando la parte del cuerpo en cuestión para que acentuar la celulitis o a moverla de manera absurda para que todas veamos lo fofa que está. ¿Os acordáis de cuando la tía de Will Smith en «El princípe de Bel Air» (bueno, la primera) sacudía los brazos delante del espejo para demostrarse así misma lo descolgados que los tenía? Esa escena es hilarante porque todas lo hemos hecho. Yo era una niña la primera vez que la vi y ya lo había hecho. Y recuerdo sentir que ella al menos tenía que sacudirlos mucho para que se moviesen así, pero que a mí no me hacía falta. Y me sentí muy mal.

Estas competiciones suelen terminar cuando la más fea o la más gorda se mete y expone la prueba de que, efectivamente, sus muslos o su barriga es la más gorda y eso no merece discusión. A esta demostración suele seguir un silencio nada cómplice, que equivale a decir «Pues sí, tienes una tripa horrible». Yo solía ser esa última, y recuerdo ese silencio.

Durante mucho tiempo yo no tuve amigas que me frenasen en estas espirales de odio, o siquiera que me hicieran un cumplido. Hasta los veintitantos no me sentí atractiva porque nadie sincero y objetivo me había dicho que lo fuera. Parecía que era peligroso hacerse cumplidos por si alguna se lo tenía “muy creído”. Soy como la última persona con riesgo de tenerlo muy creído. Pero ese riesgo estaba ahí, y había que cortar cualquier conato de narcisismo. Tener la autoestima fuerte puede llevar al caos: mujeres que se saben guapas, sexys, que no necesitan la aprobación de los hombres. Mujeres que se creen atractivas y tal vez no lo sean.

He hablado mucho últimamente de todo esto con una buena amiga, y las dos sentimos rabia por lo habitual que es tratarnos así, y lo bonito que sería hacer justo lo contrario: decirnos lo atractivas que somos, porque sí, sin paliativos.

¿Pero cómo se mide el atractivo? ¿Cuál es el canon? ¿Nos estamos comparando con nuestras amigas, con Giselle Bundchen o con una ninfa del bosque? ¿Quizás con mujeres ricas, seleccionadas para su profesión por su atractivo sobrehumano, y que además consumen todo su tiempo y dinero en tratamientos? ¿Nos estamos comparando con nosotras mismas hace diez o veinte años? ¿O tal vez con lo que creemos que los hombres buscan en las mujeres?

POR FAVOR, NO APROVECHÉIS ESTO PARA DECIRNOS QUE TODAS SOMOS BONITAS Y ES MEJOR TENER DONDE AGARRAR. Sabemos lo que habláis entre vosotros. Forocoches está ahí para que lo vea todo el mundo. Y la única ventaja táctica de haber sido “one of the boys” es haber presenciado conversaciones donde a las mujeres no se nos juzga, se nos despieza como al ganado. “Tiene el culo gordo en plan bien pero se le nota la celulitis”. Claro, genio, es que es humana.

Tal vez sea por fetichismo, pero considero que la mayoría de la gente tiene algún atractivo. Me puede atraer alguien por sus ojos, su pelo, sus manos, su cuello, su pelo, la falta del mismo, una sonrisa bonita, una voz aterciopelada, el bulto que forman los dientes grandes bajo el labio inferior. Sin embargo, soy consciente de lo alto que tiene el listón alguna gente, y no entiendo por qué. Luego es habitual que sientan que se conforman con la persona con la que salen, porque no se han molestado en buscar un “bonito” en la gente del montón, que nos llamamos del montón porque somos la mayoría. La mayoría que también folla, porque sigue sin ser necesario ser una super modelo para poder follar.

De modo que incluso desde un punto de vista objetivo, no hay razón para colaborar en este linchamiento, que en muchos casos no termina cuando nos vamos a casa. Luego está el espejo, las fotos que nos hemos hecho (sobre todo las de grupo), el primerísimo primer plano que te haces al ponerte las cremas o depilarte. “Dios santo, esa vena. No hay nadie en el mundo a quien se le vea una vena así. Podrían llevarme al circo para enseñar esa vena. Casi puede hablar.” Nunca sabes lo que provocas cuando le das la razón a alguien en lo gorda o lo fea que es. Dejando aparte que no en el museo de pesos y medidas en Sévres no hay una “la pierna tonificada” de platino iridiado para compararla con las demás, no ganas nada participando en ese feedback de desprecio hacia otro ser humano.

Tú puedes formar parte del cambio, y no sólo haciendo un cumplido, o frenando la espiral de odio con un “No, tu barriga está bien, es más, no tienes barriga”, sino aceptando un cumplido. Aceptad los cumplidos, coño. No os preocupéis por si no son lo suficientemente sinceros, no hay una conspiración para convertiros en una mujer que se lo tiene creído. Que ojalá la hubiese, oye. Ojalá todas convertidas en “mujeres que se lo tienen creído”, como la mujer de cincuenta pies, aplastando clínicas de cirugía estética y montando barricadas que arden con un fuego alimentado por ejemplares de la revista Cuore, que tanto nos ha ayudado a odiar partes de nuestro cuerpo que no sabíamos ni que existían.

Creedme. Sé lo que es odiarse. He odiado mis piernas hasta el punto de pensar que no me importaría perderlas. Me he odiado como otros se hacen cortes, y luego me sentía mejor, porque tener complejos es normal y deseable. Y yo tenía motivos, no como las demás, que se creen que están gordas y no lo están. Tardé veinte años en darme cuenta de que yo encontraba atractivas a chicas por cosas que yo también tenía, y sobre todo tardé en darme cuenta de que yo nunca, nunca le diría a nadie cosas que me decía a mí misma. No por respeto, o para no hacerle daño, sino porque nunca habría juzgado a nadie con la dureza con la que me juzgaba a mí misma.

De modo que, por favor, seamos buenas unas con otras, y con nosotras mismas. Sentémonos en torno a la hoguera de Cuores (no hace falta comprarlas para quemarlas, podemos robarlas y así estaremos impidiendo que otras las compren) y hagámonos cumplidos, que siempre son sinceros porque nadie va por ahí fingiendo que le gustan las barrigas que no le gustan, digo yo. Hagamos akelarres de decirlos lo guapas que somos, a ver si por fin nos lo creemos y destruimos el mundo.

Ah, sí, el dinero. Dicen que no da la felicidad, pero no estoy tan segura. —Di se apartó el pelo de los ojos y contempló la playa—. Es una playa muy bonita. Nosotros no somos muy de playa y, evidentemente, ¡nadie quiere ver esto en bikini!

Hizo un gesto de puro aborrecimiento y señaló su cuerpo absolutamente normal, al que Madeline atribuyó su misma talla.

—No veo por qué no —dijo Madeline.

Se impacientaba con este tipo de conversaciones. Esa complicidad en el autodesprecio que cultivan las mujeres le hacía distraerse.

(«Pequeñas mentiras», Liane Moriarty)