Redes de apoyo

Yo no nací feminista, imagino que igual que todas. Pero tardé mucho en saber lo que era el feminismo, y cuando me di cuenta, ya me consideraba feminista, porque sentía la necesidad de serlo. Conocía los desastres del machismo, aunque no percibía sus efectos en mi entorno. Pero lo que más me alejaba de la necesidad de ser feminista era que no me sentía próxima a otras mujeres, o más cercana a ellas de lo que era a los hombres. Estábamos por un lado mis amigas y yo, y por otro “las demás”.

Tenía amigas y amigos, y hablaba con todos casi de las mismas cosas, y como mis amigos varones no eran machistas, no sentía que necesitase una red de apoyo femenina. De otro lado, no he tenido muchas relaciones con hombres, así que la primera mención a “los tíos” como ente abstracto me sonaba ajena.

Me fui dando cuenta, cerca de los treinta (los veinte solo sirven para ganar más inseguridades de las que tenías de adolescente, pero las disfrazas de experiencia), de lo importante que era tener un colchón de seguridad emocional femenino. Me crié en un ambiente en que las mujeres también tuvieron que ejercer de hombres, y aunque no son más machistas que las demás, sí que rehuían del feminismo, y pensar en sí mismas y sus necesidades les resultaba frívolo. Había que trabajar y sacrificarse, y eso era todo.

Inciso: el feminismo también se encarga del placer y el hedonismo.

Las mujeres necesitamos a otras mujeres. Alguien que te escuche y te diga su opinión, sobre cualquier cosa. Que te de un consejo y además un ejemplo práctico, porque eso también le pasa, o también lo ha sentido. Alguien que no te diga “no sé qué decirte, eso es muy personal”, como hace un tío, con la mejor intención. Que no se altere si te echas a llorar en un lugar público. Que te explique las cosas sólo una vez y sólo si tú no las sabes, y no te interrumpa para corregirte cuando te equivocas en un dato porque, joder, estás contando algo muy importante. Y que te ampare cuando te sientes absolutamente indefensa. Que te crea cuando dices que estás desesperada, sin ponerte una mano en el hombro y decirte “bueno, mujer, no será para tanto”. Desahogarte cuando no puedes más con tu pareja varón, o cuando no entiendes tu propio cuerpo o tu cabeza. Alguien con quien hablar de que no te apetece practicar sexo, o que te apetece tanto que podrías estallar.

Pero no me di cuenta de lo que significaban las redes de apoyo de mujeres hasta que la vi desde fuera, actuando para defenderse unas a otras. Y cómo eso se puede transformar en amistad, e incluso en amor. Amor fraterno, o del otro. Porque el amor entre mujeres puede nacer del apoyo, el cariño o el simple respeto mutuo, y cuidarse la una a la otra para hacer frente a los problemas de la vida.

Fue eso lo que encontré en “Todas las horas mueren”, de Miriam Beizana: cariño, esperanza, y la evolución de los personajes desde el sufrimiento al amor y la entrega. Unas terminaron siendo amigas, otras algo más, pero todas encontraron la red de apoyo aún sin pretenderlo, solo intentando sobrevivir y curarse las heridas que el odio, el maltrato y la represión habían abierto en la piel y el corazón de las protagonistas. Usaron el afecto y el café como bálsamo para el alma.

Veo muchas redes de apoyo a mi alrededor, en la terraza de una cafetería o en Internet. Para comprendernos y arroparnos, para compartir cosas poco importantes en apariencia, pero que pueden significar mucho, como que nos reafirmen en nuestro aspecto físico, o compartir una frustración con nuestra imagen o la edad. Cosas graves, como el acoso o la violencia, un lugar donde buscar amparo y un primer consejo , que puede ser vital para no rendirse. Donde contar cosas que creíamos que solo nos pasaban a nosotras; qué daño hace el “esto solo me pasa a mí”, porque puede que creas que lo mereces.

Pero para todo esto hace falta paciencia y comprensión, y escuchar antes de hablar.

Supongo que el feminismo tuvo su origen en redes de apoyo, en torno a una mesa camilla, en un descanso del trabajo o en un Café, como en “Todas las horas mueren”. Un lugar donde buscar cobijo y complicidad, dos cosas fundamentales para sentirse seguro.

Los tuvo que haber en todos los ámbitos, en el hogar (y no me refiero necesariamente a las mujeres de la familia), en la medicina, para llegar al donde no llegaba la medicina de los hombres, en la política y en la justicia.

Conozco redes de apoyo de mujeres en forma de grupos de amigas, de asociaciones y en Internet, y el fundamento viene a ser el mismo: un sitio acogedor donde hablar sin ser juzgada o culpabilizada por lo que te ha pasado. Sin que nadie sospeche que estás exagerando, o buscando beneficio. Y sin que nadie aproveche para aprovecharse de ti, fingiendo apoyarte.

Nos necesitamos y cuando construimos un entorno que nos invita a abrirnos, nos integramos y ayudamos a otras. Y somos capaces de hacer cosas increíbles.

Mirad la foto. El pie original rezaba “No hay nada más hermoso que ver a mujeres ayudándose entre sí”, y lo firmaba Shirley Manson. Las chicas son las componentes de la banda “Deap Vally”.

Una mujer mayor puede seguir de gira si la ayudan, puede manejar un portátil si le echa una mano una chica más joven. Puede ofrecer su experiencia a las demás para afrontar su vida diaria y su carrera artística, y entre todas forman lo que se llama “una escena”. Y una escena resulta inquietante cuando es solo de mujeres, tal vez porque saben que no necesitamos a nadie más.

P. D. Leed a más escritoras, hay muchísimas en todos los géneros. Leedlas, os digo.

Este post fue publicado originalmente en Medium el año pasado.

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