El sol se ponía velozmente al oeste de Londres en aquella tarde de septiembre, mientras una chica se consumía despacio. Fabricar jabón suena aburrido; para Carlota, además, estaba resultando doloroso (se había quemado ya dos veces manejando la mezcla) e incómodo, ya que Owen, su vecino en el edificio de apartamentos Old Oak y antiguo novio, no paraba de mirarla de forma desdeñosa con sus ojos de color azul piscina.
Carlota se centró en extender cuidadosamente la pasta para dejar una superficie lisa en su molde y así poder terminar la tercera barra de la tarde. La meticulosidad era lo que la mantenía despierta. También ayudaba la voz chillona y monótona de Judie, la artesana que el complejo de residencia a medio plazo había contratado.
Owen era de Londres. De hecho, era la única persona que Carlota conocía que había nacido allí. A Owen le gustaba bromear con que era un tipo muy duro porque había crecido en esas calles; decía que se había hecho tatuajes para que reconocieran su cuerpo si aparecía muerto en el canal. Carlota le respondía que sus tatuajes eran demasiado normales como para que le sirvieran al forense en caso de que fuese decapitado.
“Me quiero morir”, pensó Carlota. “Son las ocho de la tarde de un domingo y estas actividades son un coñazo. Y Owen me sigue gustando”. Había en ese momento un ambiente distendido en la terraza delantera, gracias a la brisa fresca y las conversaciones banales. “Eso es lo que más voy a echar de menos si me vuelvo a España”, pensó Carlota. “La frivolidad, la falta de emoción”. Pero ella no quería volver. Llevaba dos semanas en paro y ya le faltaba el aire, agobiada por la ciudad más cara del mundo; estiraba todo lo posible el último sueldo de su empleo como relaciones públicas, compraba lo justo para la semana en Sainsbury, no recordaba la última vez que se había tomado una cerveza en un pub. Y aún así no quería volver a España por nada del mundo. Ni la pobreza, ni el hollín, ni el Brexit la devolverían a su pueblo.
Owen le refrescó la memoria tropezando con su mano en la de ella, quién sabe si adrede, para coger unas flores secas decorativas. Él había sido su última cerveza. Con Kelsey, la camarera, no hubo cerveza, ni cita, ni conversación; solo fue sexo, en el baño, después de su turno en aquel pub de Shoreditch. Los cuatro amaneceres más rosados que había visto jamás. Y por eso había dejado a Owen, por eso había dado por terminada la relación de tres meses. Luego ella cometió el error de esperar otra relación de Kelsey, pero no la hubo. Para Kelsey, Carlota solo supuso cuatro polvos con una española.
Dejó las herramientas y el molde de jabón a un lado y estiró los brazos hacia delante, sobre la mesa. Se había esforzado por olvidarlo, pero no dio resultado. Él le daba demasiado morbo. Y ella lo había estropeado todo.
De pronto, dijo en voz alta, en español, “me voy”. Se levantó y cogió un trapo húmedo para limpiar el reguero de gotitas color verde agua que adornaba su parcela de la gran mesa de actividades comunitarias. El olor a aceites aromáticos la alegró por un momento. Guardó sus moldes llenos de preparado junto con los de los demás, y entró en el edificio.
A Carlota le encantaba el sitio donde vivía: un bloque de apartamentos con un estilo arquitectónico hipster post industrial (como ella y Owen habían acordado definirlo) lleno de zonas comunes alegres y acogedoras, como la biblioteca, la lavandería, y el espacio de co working. El exorbitante precio del alquiler incluía limpieza semanal, vigilancia 24 horas, y las actividades como la que ella acababa de abandonar. En la planta baja, además del gimnasio, había un supermercado con lo básico, a precio desorbitante. El edificio era gigantesco, con diez plantas y treinta suites en cada nivel. Cada suite tenía dos habitaciones con baño individual y una cocina compartida.
El Old Oak estaba lejos del centro, en zona cuatro, en mitad de Victoria Road. A quince minutos andando tenía la estación de North Acton, en la Central line, y en dirección opuesta tenía la Willensden Junction para ir al ampuloso barrio de Hampstead, con sus mansiones de estilo georgiano y su enorme parque estampado de lagunas. Vivía en una especie de polígono industrial, pero su entorno era tranquilo, serpenteado de canales y carriles bici.
Sin embargo, desde que perdió su empleo en Duff & Spears, se sentía totalmente fuera de lugar. Cada persona, en el edificio y en todo Londres, parecía estar haciendo algo importante salvo ella. No estudiaba, no trabajaba, y claramente no se estaba esforzando lo suficiente para encontrar otro empleo, porque todas las personas con las que había entablado relación desde que llegó a la ciudad le habían dicho lo mismo: “si quieres, puedes”. Pobre, pero puedes. Claro que también todos ellos y Carlota habían pasado por la primera fase de la vida londinense: salir, ir a conciertos, drogarse, follar con desconocidos e ir a trabajar sin haber dormido. La vida posterior era una eterna resaca.
Carlota saludó a Ben, el recepcionista antipático de tarde (por cada turno había dos recepcionistas y un encargado de mantenimiento) y se entretuvo mirando el horario de tiempo libre de la siguiente semana: saludo al sol el lunes a las 6.00, charlas sobre feminismo el martes, taller de té orgánico el miércoles, consejos para manejar el estrés el jueves, torneo de billar el viernes, Owen detrás de ella, apoyado en la pared, reflejado en el espejo del ascensor. Carlota dio un respingo, pero se mantuvo firme. Él, por su parte, la juzgaba con calma. Parecía que de un momento a otro le iba a espetar “te lo dije, te dije que era una zorra”.
Ella se resignó, entró en el ascensor y usó su tarjeta para desbloquear el teclado y marcar el siete. Owen entró detrás y marcó el cinco; Carlota supuso que iba a la lavandería. Detrás entraron otras tres personas, de tres etnias distintas, con cara de tener proyectos y esperanzas. Nadie saludó. La mayoría de los inquilinos optaban por no hacerlo, por si eso era demasiado brusco en otras culturas.
El trayecto fue breve, pero Carlota tuvo tiempo de percibir el olor de su amante y sentir escalofríos de nostalgia. Owen se bajó en su planta, sin decirle nada. Las otras personas hicieron lo mismo. Se dirigió a su suite sintiendo cómo el aire acondicionado le ponía la piel de gallina, y recordando cuánto lo había apreciado durante el caluroso verano que ahora se terminaba. Su habitación no lo tenía, y había pasado muchas noches en vela. Además de molesto, no poder dormir por culpa del calor en Inglaterra era humillante.
Carlota entró en la cocina usando la tarjeta, se hizo un sándwich y volvió a usarla para entrar en el dormitorio, que ahora ya tenía una temperatura agradable. Se sentó en la única silla y se quedó mirando la cama, llena de objetos que no sabía dónde meter; llevaba ocho meses viviendo sin un armario. De pronto no podía hacer nada por levantarse. Le faltaba motivación para seguir buscando trabajo, o mejor dicho, pensó, “tengo motivación pero me falta energía”. La energía que tienes cuando crees que lo que estás haciendo va a servir de algo.
Seguir viviendo allí era inviable. El alquiler era desorbitado y la ubicación era bastante mala, porque le llevaba demasiado tiempo (y dinero de su Oyster) ir y venir del centro, o al menos de otras zonas con más negocios. Así que además de buscar trabajo, tendría que buscar un sitio donde vivir.
La razón por la que escogió Old Oak fue el miedo, principalmente. Se lo había recomendado su amiga Nuria, una barcelonesa de treinta años con muchas ínfulas; solo permaneció allí un mes, luego se fue a un apartamento desvencijado de Croydon con otras siete personas. Carlota tenía miedo de eso, de tener que compartir el piso, el baño y seguramente el dormitorio con desconocidos. Miedo de tener que caminar mucho tiempo por la calle en invierno, al salir del trabajo, miedo de tener que aprenderse nuevas rutas seguras. Sabía que no era una ciudad particularmente peligrosa, pero sí inmensa, y llena de micro universos a la vuelta de la esquina. Tenía miedo de agobiarse si cortaban la línea de metro habitual al última hora y tocaba buscarse la vida. No se trataba de miedo real, a algo tangible, porque todo eso no eran más que contratiempos, pero éstos le producían pánico.
Decidió ser práctica: había que cenar, ducharse y dejarlo todo preparado para salir temprano el lunes. Terminó su sándwich de pavo, lechuga y mayonesa, bebió zumo de arándano, y se metió en el baño durante media hora.
Cuando salió del baño, se puso el pijama, abrió momentáneamente la ventana para ventilar y se dio cuenta de que había cometido un error al abrir el zumo. Lo había comprado el día anterior y lo había guardado en su cuarto, ya que su espacio en la nevera común era muy pequeño y estaba ocupado con cartones de leche, de modo que había planeado no abrirlo hasta que se hubiera marchado su compañera, dos días después, el martes. Ahora tendría el zumo abierto durante 48 horas, a unos probables treinta grados.
“Tal vez si me terminase ahora la leche podría guardarlo en frío”.
Ni corta ni perezosa, salió hacia la cocina. Se bebió un tazón, bastante lleno, para poder aprovecharla toda, y mojó algunas galletas de su compañera. Al terminar, lo fregó todo y guardó el zumo en la nevera. Luego se llevó la mano al bolsillo trasero para coger la tarjeta y volver a la habitación. Pero allí no había ni bolsillo ni tarjeta, solo un fino pijama del algodón.
“Mierda. Mierda. Mierda.”
Se había dejado la tarjeta sobre la cama, y ahora estaba fuera, en pijama, sin móvil y con el pelo mojado. Tendría que bajar a recepción a pedir que le abriesen la puerta.
Decidió no prolongar el momento de bochorno. Por si no conseguía ayuda, bloqueó la pesada puerta de la suite con la ayuda de un taburete de la cocina, y se dirigió al ascensor. No podía usarlo sin la tarjeta, así que se detuvo delante, de brazos cruzados, a esperar por si venía alguien pronto. Le gustaba el área de espera; estaba decorada con cuidado, a juego con el resto de la planta. Cada nivel del edificio tenía una temática distinta, y eso le parecía un bonito detalle hacia los huéspedes. Pero notaba la humedad en sus hombros, y una repentina sensación de soledad. Los amigos que había conocido en el edificio ya se habían mudado; nadie vivía allí mucho tiempo. Por eso en ese momento no podía pedirle a nadie un secador del pelo, o una tarjeta para coger el ascensor. Empezó a retorcerse los dedos con nerviosismo, y notó que las lágrimas se concentraban en sus ojos, a punto de caer, mientras su rostro se iba calentando. Además, ya había pasado algún tiempo (no podía determinar cuánto exactamente, porque no llevaba reloj y el tiempo pasa más despacio cuando estás alterado) y no aparecía ningún vecino. Era curioso, porque la planta se había llenado de estudiantes en las últimas semanas, y siempre había mucho tráfico.
Al menos podía bajar por la escalera de incendios. Nunca lo había hecho, pero esta era la ocasión ideal. Recorrió el pasillo lo más rápido que pudo, para que nada más fallase; a veces usaba esa estrategia en la calle o en el metro. “Si tardo poco tiempo, me libraré del mal”.
Al igual que el resto de puertas del complejo, la de la escalera era pesada y cerraba con un sistema electrónico, pero para evitar problemas en las evacuaciones, habitualmente estaban desbloqueadas, así que Carlota pudo acceder sin problema. Sólo al rozar la puerta con el pie se dio cuenta de que iba descalza. Le gustaba la sensación de la moqueta, sobre todo la de aquel edificio, porque era nueva y no parecía muy contaminada, como las otras que había visto, tanto en la ciudad como en algunas visitas a otras partes de Inglaterra. Carlota suponía que toda la isla de Gran Bretaña estaba enmoquetada.
La escalera de incendios también estaba limpia, probablemente porque nadie la usaba nunca. Sin embargo, al no contar con una buena iluminación como los pasillos, resultaba agobiante, así que Carlota fue siguiendo una línea azul de la pared para sentirse más segura según se iba acostumbrando a la penumbra. Poco a poco fue bajando. Cuando llevaba descendidas tres plantas, empezó a oír risas lejanas y el eco de una conversación absurda, y poco después llegó al origen: dos chicos muy borrachos tirados en el descansillo. Ni siquiera se sorprendió. Ambos parecían muy altos, y vestían ropa moderna y arrugada, seguramente de la noche anterior. No se metieron con ella, y Carlota los esquivó sin dificultad. Uno estaba inconsciente en brazos del otro, a modo de homenaje a La Piedad. Fuerte olor a cerveza, unas notas de vómito. Lo normal.
“Disculpa a mi amigo, no se encuentra bien.”
Había oído esa frase, envuelta en distintos acentos, cientos de veces.
Ella asintió y se despidió sin más. Estaba acostumbrada a escenas así, y ya no hacía amago de ayudar. Supuso que, si necesitaban algo, el chico que se encontraba mejor bajaría hasta la recepción, o rodaría escaleras abajo.
Había un indigente en la entrada a la estación del metro de North Acton que le había llamado la atención al llegar meses atrás. Se notaba que estaba enfermo, así que ella se dirigió a los trabajadores de la estación para pedirles ayuda. Ellos le respondieron que ya lo sabían, y que si se pusiera muy mal, llamarían a una ambulancia. Que gracias por avisar y que se estuviera tranquila. Ella les hizo caso y empezó a ignorar lo que la rodeaba. De todos modos, Carlota nunca pudo presumir de tener una gran conciencia.
Sin embargo, hubo algo que la hizo detenerse por un segundo: el chico que aún mantenía el tipo se tapó la cara con el cuello de la camisa cuando ella pasó a su lado. Se rio mientras lo hacía, pero aún así le pareció una actitud un tanto extraña.
Al llegar a la recepción, no tuvo que dar explicaciones. Su aspecto la delataba. Ben la recibió con desdén, y avisó a mantenimiento por el Walkie. Mientras le respondían, se dirigió a Carlota.
— Es la quinta vez que te olvidas la tarjeta. Lo sabes, ¿verdad?
— Sí, lo recuerdo — respondió ella, avergonzada.
— Pues son cincuenta libras de recargo.
Carlota se mordió el labio inferior y le dedicó su peor mirada de desprecio. Era lo único que podía hacer.
Harry, el encargado de mantenimiento, un barbudo corpulento aunque no muy alto, subió con ella a la habitación. Carlota no se atrevía a dirigirle la palabra, porque parecía que lo había interrumpido haciendo algo muy importante. De todos modos, ella ya sabía que le pasaba a algún huésped cada día.
Cuando se acercaban a la suite, Carlota le explicó que había dejado la puerta abierta. A Harry no le hizo ninguna gracia, y le indicó que se quedase donde estaba, a unos dos metros, mientras él se aproximaba blandiendo una linterna. Al llegar a la suite, Harry vio algo que lo puso en guardia, y preguntó en voz alta:
— ¿Qué haces ahí, chico? ¿Se te ha perdido algo?
Owen salió con las manos en alto. Sonreía con afabilidad.
— Tranquilo, señor, soy Owen Simmons, el inquilino de la 715, y vengo en son de paz. Quería hablar con mi amiga, esta chica, y al ver la puerta abierta me preocupé. Solo quería esperarla aquí, por si pasaba algo.
Harry miró a Carlota, como pidiendo su confirmación.
— Sí, lo conozco, es mi amigo. No pasa nada. Gracias por preocuparte.
Harry se adentró en la cocina, refunfuñando, y abrió usando una tarjeta que funcionaba como llave maestra. Luego se quedó dentro de la habitación, mirando alrededor con desaprobación, mientras sujetaba la puerta con una mano. Owen y Carlota esperaban en la cocina a que saliera.
— Este cuarto está bastante sucio — apuntó el encargado de mantenimiento — . No deberías comer aquí, para eso está la zona de comedor.
“Comedor” era el nombre pomposo que usaba el staff para hablar de la barra y los taburetes situados frente a la cocina, que servían para apoyar la cena.
— Lo siento — murmuró Carlota, de mala gana.
Harry se quedó observándola con cara de pocos amigos, sin moverse. Entonces ella recordó que tenía que pagarle la multa por olvido reiterado de la tarjeta. Corrió a la habitación y enseguida encontró la caja de dinero para imprevistos, dentro de la bolsa de tela con la ropa interior. Le pagó y le volvió a pedir perdón.
— Deja de disculparte, es muy molesto.
Harry salió del dormitorio y luego de la suite, no sin antes tener un pequeño encontronazo con Owen, que le bloqueó el paso un momento, desafiante. Al ser éste más alto, la masculinidad de Harry acabó cediendo y le pidió permiso para pasar.
Al quedarse solos, Owen entró en la habitación. Mientras Carlota se ponía las chanclas y preparaba la ropa para el día siguiente, él cogió un cómic que le había prestado cuando empezaron a salir, y que ella no le había devuelto. Ella pensó que le iba a reprochar su despiste, pero se limitó a sentarse en el borde del escritorio y ponerse a leer. Carlota siguió con su tarea, sin intención de echarlo de allí. No le molestaba. Eso la molestaba en cierto modo, pero decidió no darle más vueltas. Lo había echado mucho de menos últimamente.
Siguieron en silencio, tranquilos, hasta que él se levantó y dejó el ejemplar de “Los defensores” de Marvel en el hueco bajo el escritorio.
— ¿Dónde vas? — le pregunto Carlota, sin poder disimular su inquietud repentina.
— Me voy a mi cuarto. Tengo hambre, creo que me quedan noodles en la nevera, pero si no, bajo un momento al supermercado. ¿Quieres algo?
— ¡No! — replicó ella — . Quiero decir, no hace falta que compres nada, puedes… Puedes quedarte a cenar.
Owen levantó las cejas, confundido.
— ¿Estás segura?
Mientras hablaba, se iba acercando a ella, con curiosidad y precaución.
— Sí, claro… De hecho, me gustaría que te quedases.
Él no respondió. Salió un momento, cogió un yogur y volvió junto a ella, que estaba encendiendo el ordenador para ver Netflix. Se acurrucaron, y después de dos horas, cuando empezaban a susurrarse cosas bonitas, el teléfono de Owen empezó a sonar. Era su amigo George, que vivía en la novena planta. Mantuvieron una breve conversación, que Carlota trató de espiar, sin éxito. Él colgó el teléfono y se puso muy pálido.
— ¿Qué pasa? — preguntó ella, preocupada.
Él la abrazó y le dijo en voz muy baja:
— Han encontrado muerto a un chico en el cuarto de calderas. Han llamado a la poli y es probable que nos hagan preguntas. Aún no lo han identificado.
A Carlota se le heló la sangre, y solo acertó a hacer una broma macabra.
— Espero que tenga unos tatuajes muy originales.
Owen esbozó una sonrisa triste.