A mediodía me crucé por la calle con un chico muy joven, podría tener unos catorce años. Alto y desgarbado, algo muy propio de su edad, iba hablando y riéndose con un amigo, pero… fueron sus ojos. Unos ojos grandes y muy vivos, de un color azul claro, y un brillo sorprendente, que me hizo mirarlos varias veces. Miraba con descaro, con una expresión viva y abierta, sabedor de su poder enigmático.
Fue la luz que irradiaban lo que me impidió olvidarle, porque sentí que él podría lograr cualquier cosa que se propusiera.